Nota editorial escrita por el P. Pedro Torres
Me ha impresionado nuevamente, en estas últimas semanas, la dolorosa plaga de accidentes de motos, con su secuela de muerte y heridas que dejarán marcas en la salud y en el espíritu de personas –muchas veces jóvenes– y de sus familias.
Me ha impresionado nuevamente, en estas últimas semanas, la dolorosa plaga de accidentes de motos, con su secuela de muerte y heridas que dejarán marcas en la salud y en el espíritu de personas –muchas veces jóvenes– y de sus familias.
Me ha impresionado que se hable de un juego, llamado
“moto-rusa”, en el que se desafía a la muerte cruzando a gran velocidad
semáforos en rojo.
Cuidar la vida implica usar casco, pero no basta. Implica
respetar las normas de tránsito y ser más prudente, pero no basta.
Parece indispensable preguntarnos qué nos está pasando,
por qué tanto desprecio por la vida, por qué tanto sinsentido.
Al ampliar la mirada, encontramos una herida profunda en
el corazón de nuestro tejido social, que se expresa de diversas maneras: enojo,
bronca, dolor, incapacidad de perdón, desesperanza, cansancio.
Esto provoca diversas consecuencias negativas: fija la
vida en un hecho del pasado, esteriliza el futuro, entristece, paraliza la
capacidad de amar.
En la raíz de esta situación hay un sentimiento que se ha
transformado en enfermedad y asumió dimensiones morales: fue aceptado desde la
libertad y marcó la voluntad.
A este sentimiento podríamos llamarlo “resentimiento”, y
en un grado de fijación de intenso rencor.
El filósofo Max Scheler define el resentimiento como una
autointoxicación psíquica que surge por reprimir de forma sistemática las
descargas emocionales y afectos que son normales, ante nuestra propia miseria o
ante una humillación.
No es un impulso de venganza natural e inmediato, sino
que, junto con la conciencia de la propia impotencia, lleva a refrenar ese
impulso espontáneo, se acumula y retrasa el contraataque.
En estos casos, dice Scheler, la crítica pretende
resolver sólo el propio desahogo, es negativa y provoca la envidia.
En la Sagrada Escritura, el tema aparece relacionado
muchas veces con el dolor por el fracaso o los celos, como ya se dice en el
Génesis de la experiencia de Caín, de Jacob y Esaú, de José y sus hermanos, y
se puede encontrar hasta en el Apocalipsis.
Pero tiene su punto culminante en el misterio de la cruz
de Cristo, en la que sólo el amor vence al dolor, la maldad y la muerte.
Desde el amor de Jesús en la cruz nace una vida nueva que
hace posible el perdón, la reconciliación y la paz, que reordena la historia
abriéndola a la eternidad y no sólo sana las heridas sino que recrea la
esperanza.
Romano Guardini, en sus lecciones de ética, dedicó un
escrito al resentimiento. Ubica el tema como problema previo a tratar el tema
de la perfección y lo describe como un fenómeno complejo que manifiesta lo
contradictorio de la interioridad del hombre, totalmente diverso al optimismo
de la fe y el progreso.
La práctica nos manifiesta –expresa Guardini– que ante la
manifestación de un valor o de su realización, se dice “esto no tiene nada de
valor” y, tras esta simple sentencia, se esconde una verdadera irritación, el
deseo de denigrar el valor en cuestión, el deseo de confrontar con él el propio
cuadro de valores, vencerlo y destronarlo, la tendencia a afearlo y
calumniarlo.
Muchas veces, por temor o por sentimiento de
inferioridad, se desprecia lo que resulta difícil o imposible.
Hay síntomas de que estamos intoxicados. Necesitamos
valorarnos a la luz de la verdad del amor de Dios y reconciliarnos con nosotros
mismos, con los hermanos y con la vida.
Sólo así el herrumbre del resentimiento dejará de
lastimarnos.
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