Mensaje de Benedicto XVI
para la XLVI Jornada Mundial
de
las Comunicaciones Sociales
Queridos hermanos y hermanas:
Al acercarse la Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales de 2012, deseo compartir con vosotros algunas reflexiones sobre un
aspecto del proceso humano de la comunicación que, siendo muy importante, a
veces se olvida y hoy es particularmente necesario recordar. Se trata de la
relación entre el silencio y la palabra: dos momentos de la comunicación que
deben equilibrarse, alternarse e integrarse para obtener un auténtico diálogo y
una profunda cercanía entre las personas. Cuando palabra y silencio se excluyen
mutuamente, la comunicación se deteriora, ya sea porque provoca un cierto
aturdimiento o porque, por el contrario, crea un clima de frialdad; sin
embargo, cuando se integran recíprocamente, la comunicación adquiere valor y
significado.
El silencio es parte integrante de la comunicación y sin
él no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y
nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento,
comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del
otro; elegimos cómo expresarnos. Callando se permite hablar a la persona que
tenemos delante, expresarse a sí misma; y a nosotros no permanecer aferrados
solo a nuestras palabras o ideas, sin una oportuna ponderación. Se abre así un espacio
de escucha recíproca y se hace posible una relación humana más plena. En el
silencio, por ejemplo, se acogen los momentos más auténticos de la comunicación
entre los que se aman: la gestualidad, la expresión del rostro, el cuerpo como
signos que manifiestan la persona. En el silencio hablan la alegría, las
preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran una forma de
expresión particularmente intensa. Del silencio, por tanto, brota una
comunicación más exigente todavía, que evoca la sensibilidad y la capacidad de
escucha que a menudo desvela la medida y la naturaleza de las relaciones. Allí
donde los mensajes y la información son abundantes, el silencio se hace
esencial para discernir lo que es importante de lo que es inútil y superficial.
Una profunda reflexión nos ayuda a descubrir la relación existente entre
situaciones que a primera vista parecen desconectadas entre sí, a valorar y
analizar los mensajes; esto hace que se puedan compartir opiniones sopesadas y
pertinentes, originando un auténtico conocimiento compartido. Por esto, es
necesario crear un ambiente propicio, casi una especie de
"ecosistema" que sepa equilibrar silencio, palabra, imágenes y
sonidos.
Gran parte de la dinámica actual de la comunicación está
orientada por preguntas en busca de respuestas. Los motores de búsqueda y las
redes sociales son el punto de partida en la comunicación para muchas personas
que buscan consejos, sugerencias, informaciones y respuestas. En nuestros días,
la Red se está transformando cada vez más en el lugar de las preguntas y de las
respuestas; más aún, a menudo el hombre contemporáneo es bombardeado por
respuestas a interrogantes que nunca se ha planteado, y a necesidades que no
siente. El silencio es precioso para favorecer el necesario discernimiento
entre los numerosos estímulos y respuestas que recibimos, para reconocer e
identificar asimismo las preguntas verdaderamente importantes. Sin embargo, en
el complejo y variado mundo de la comunicación emerge la preocupación de muchos
hacia las preguntas últimas de la existencia humana: ¿quién soy yo?, ¿qué puedo
saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar? Es importante acoger a las
personas que se formulan estas preguntas, abriendo la posibilidad de un diálogo
profundo, hecho de palabras, de intercambio, pero también de una invitación a
la reflexión y al silencio que, a veces, puede ser más elocuente que una
respuesta apresurada y que permite a quien se interroga entrar en lo más
recóndito de sí mismo y abrirse al camino de respuesta que Dios ha escrito en
el corazón humano.
En realidad, este incesante flujo de preguntas manifiesta
la inquietud del ser humano siempre en búsqueda de verdades, pequeñas o
grandes, que den sentido y esperanza a la existencia. El hombre no puede quedar
satisfecho con un sencillo y tolerante intercambio de opiniones escépticas y de
experiencias de vida: todos buscamos la verdad y compartimos este profundo
anhelo, sobre todo en nuestro tiempo en el que «cuando se intercambian
informaciones, las personas se comparten a sí mismas, su visión del mundo, sus
esperanzas, sus ideales».
Hay que considerar con interés los diversos sitios,
aplicaciones y redes sociales que pueden ayudar al hombre de hoy a vivir
momentos de reflexión y de auténtica interrogación, pero también a encontrar
espacios de silencio, ocasiones de oración, meditación y de compartir la
Palabra de Dios. En la esencialidad de breves mensajes, a menudo no más
extensos que un versículo bíblico, se pueden formular pensamientos profundos,
si cada uno no descuida el cultivo de su propia interioridad. No sorprende que
en las distintas tradiciones religiosas, la soledad y el silencio sean espacios
privilegiados para ayudar a las personas a reencontrarse consigo mismas y con
la Verdad que da sentido a todas las cosas. El Dios de la revelación bíblica
habla también sin palabras: «Como pone de manifiesto la cruz de Cristo, Dios
habla por medio de su silencio. El silencio de Dios, la experiencia de la
lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del
Hijo de Dios, Palabra encarnada... El silencio de Dios prolonga sus palabras
precedentes. En esos momentos de oscuridad, habla en el misterio de su
silencio»2. En el silencio de la cruz habla la elocuencia del amor de Dios
vivido hasta el don supremo. Después de la muerte de Cristo, la tierra
permanece en silencio y en el Sábado Santo, cuando «el Rey está durmiendo y el
Dios hecho hombre despierta a los que dormían desde hace siglos»3, resuena la
voz de Dios colmada de amor por la humanidad.
Si Dios habla al hombre también en el silencio, el hombre
igualmente descubre en el silencio la posibilidad de hablar con Dios y de Dios.
«Necesitamos el silencio que se transforma en contemplación, que nos hace
entrar en el silencio de Dios y así nos permite llegar al punto donde nace la
Palabra, la Palabra redentora». Al hablar de la grandeza de Dios, nuestro
lenguaje resulta siempre inadecuado y así se abre el espacio para la
contemplación silenciosa. De esta contemplación nace con toda su fuerza interior
la urgencia de la misión, la necesidad imperiosa de «comunicar aquello que
hemos visto y oído», para que todos estemos en comunión con Dios. La
contemplación silenciosa nos sumerge en la fuente del Amor, que nos conduce
hacia nuestro prójimo, para sentir su dolor y ofrecer la luz de Cristo, su
Mensaje de vida, su don de amor total que salva.
En la contemplación silenciosa emerge asimismo, todavía
más fuerte, aquella Palabra eterna por medio de la cual se hizo el mundo, y se
percibe aquel designio de salvación que Dios realiza a través de palabras y
gestos en toda la historia de la humanidad. Como recuerda el Concilio Vaticano
II, la Revelación divina se lleva a cabo con «hechos y palabras intrínsecamente
conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de
la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por
las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el
misterio contenido en ellas»6. Y este plan de salvación culmina en la persona
de Jesús de Na-zaret, mediador y plenitud de toda la Revelación. Él nos hizo
conocer el verdadero Rostro de Dios Padre y con su Cruz y Resurrección nos hizo
pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la libertad de los hijos de
Dios. La pregunta fundamental sobre el sentido del hombre encuentra en el
Misterio de Cristo la respuesta capaz de dar paz a la inquietud del corazón
humano. Es de este Misterio de donde nace la misión de la Iglesia, y es este
Misterio el que impulsa a los cristianos a ser mensajeros de esperanza y de
salvación, testigos de aquel amor que promueve la dignidad del hombre y que
construye la justicia y la paz.
Palabra y silencio. Aprender a comunicar quiere decir
aprender a escuchar, a contemplar, además de hablar, y esto es especialmente
importante para los agentes de la evangelizacion: silencio y palabra son
elementos esenciales e integrantes de la acción comunicativa de la Iglesia,
para un renovado anuncio de Cristo en el mundo contemporáneo. A María, cuyo
silencio «escucha y hace florecer la Palabra», confío toda la obra de
evangelizacion que la Iglesia realiza a través de los medios de comunicación
social.
Benedicto XVI
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