Al atardecer de aquel día, el primero de la semana,
estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se
encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La
paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los
discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con
vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre
ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
(Jn 20,19-23)
Comentario
Hoy, en el día de Pentecostés se realiza el cumplimiento
de la promesa que Cristo había hecho a los Apóstoles. En la tarde del día de
Pascua sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). La
venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés renueva y lleva a plenitud ese
don de un modo solemne y con manifestaciones externas. Así culmina el misterio
pascual.
El Espíritu que Jesús comunica crea en el discípulo una
nueva condición humana y produce unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva
a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, Dios confunde sus lenguas y
no pueden entenderse. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del
Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas
procedencias y lenguas.
El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al
discípulo hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el
dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad
nuevas.
El primer día de Pentecostés de la era cristiana, los
Apóstoles estaban reunidos en compañía de María, y estaban en oración. El
recogimiento, la actitud orante es imprescindible para recibir el Espíritu. «De
repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa
donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se
repartían, posándose encima de cada uno» (Hch 2,2-3).
Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a
predicar valientemente. Aquellos hombres atemorizados habían sido transformados
en valientes predicadores que no temían la cárcel, ni la tortura, ni el
martirio. No es extraño; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.
El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima
Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi
santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la madurez
en la vida de fe es preciso que la relación con Él sea cada vez más consciente,
más personal. En esta celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro
interior de par en par.
Comentario: Mons. Josep Àngel SAIZ i Meneses Obispo de
Terrassa (Barcelona, España)
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