En estos días cercanos a lo que los cristianos denominamos Semana Santa, celebrando la Pascua de Jesús, y ante una patria que parece no haber aprendido a apreciar la vida y busca con afán la felicidad poniendo la mirada en modelos gastados que nos venden como progresismo, resonaban en mi uno de los pasajes del Evangelio que más ha conmovido al mundo a lo largo de los siglos: las ocho bienaventuranzas del Sermón de la Montaña.
El papa Pablo VI se refirió a este pasaje presentándolo como “uno de los textos más sorprendentes y más positivamente revolucionarios”. “¿Quién se habría atrevido en el curso de la historia –dijo– a proclamar ‘felices’ a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los mansos, a los hambrientos, a los sedientos de justicia, a los misericordiosos, a los puros de corazón, a los artífices de la paz, a los perseguidos, a los insultados…? Aquellas palabras, sembradas en una sociedad basada en la fuerza, en la riqueza, en la violencia, en el atropello, podían interpretarse como un programa de vileza y abulia indignas del hombre; en cambio, eran proclamas de una nueva civilización del amor”.
El programa evangélico de las bienaventuranzas es sencillamente un programa fascinante, nos decía Juan Pablo II con entusiasmo. Bien se puede decir que quien ha comprendido y se propone practicar las ocho bienaventuranzas propuestas por Jesús, ha comprendido y puede hacer realidad todo el Evangelio.
En efecto, para sintonizar de manera plena con las bienaventuranzas, hay que captar en profundidad y en todas sus dimensiones las esencias del mensaje de Cristo, hay que aceptar sin reserva alguna el Evangelio entero.
Ciertamente, el ideal que el Señor propone en las bienaventuranzas es elevado y exigente, pero como sugiere el Concilio Vaticano II, sólo en el Evangelio de las bienaventuranzas encontraremos el sentido de la vida y la luz plena sobre la dignidad y el misterio del hombre.
Jesús de Nazaret comenzó su misión mesiánica predicando la conversión en el nombre del reino de Dios. Las bienaventuranzas son precisamente el programa concreto de esa conversión. Con la venida de Cristo, hijo de Dios, el reino se hace presente en medio de nosotros: “está dentro de nosotros” y al mismo tiempo ese reino constituye la meta definitiva de la existencia humana. Pues bien, cada una de las ocho bienaventuranzas señala esa meta más allá del tiempo.
Pero, a la vez, cada una de las bienaventuranzas afecta de modo directo y pleno al hombre en su existencia terrenal y temporal. Todas las situaciones que forman el conjunto del destino humano y del comportamiento del hombre están comprendidas de modo concreto, con su propio nombre, en las bienaventuranzas. Éstas señalan y orientan el comportamiento de los discípulos de Cristo, de sus testigos. Por eso, las ocho bienaventuranzas constituyen el código más conciso de la moral evangélica, del estilo de vida del cristiano.
Si queremos ser de verdad felices, busquemos la identificación con Cristo. Él es el verdadero protagonista de las ocho bienaventuranzas; no es sólo el que las ha enseñado, sino que es, sobre todo, el que las ha realizado de modo más perfecto durante y con toda su vida, y en particular en su Pascua.
Las bienaventuranzas son como el retrato de Cristo, un resumen de su vida, el dibujo de su rostro, y por eso se presentan también como un “programa de vida” para sus discípulos, un camino de compromiso con el mandamiento del amor que él selló con su entrega hasta la muerte y aun más allá: con la resurrección.
¡Feliz Pascua para todos!
P. Pedro Torres
Parroquia Nuestra Señora del Valle
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