El Papa Francisco
presidió en la Basílica de San Pedro del Vaticano la Misa con motivo de la
Fiesta de la Presentación del Señor y de la XXII Jornada Mundial de la Vida
Consagrada y recordó la importancia que tienen para la Iglesia los consagrados
y consagradas
Cuarenta días después
de Navidad celebramos al Señor que, entrando en el templo, va al encuentro de
su pueblo. En el Oriente cristiano, a esta fiesta se la llama precisamente la
«Fiesta del encuentro»: es el encuentro entre el Niño Dios, que trae novedad, y
la humanidad que espera, representada por los ancianos en el templo.
En el templo sucede
también otro encuentro, el de dos parejas: por una parte, los jóvenes María y
José, por otra, los ancianos Simeón y Ana. Los ancianos reciben de los jóvenes,
y los jóvenes de los ancianos. María y José encuentran en el templo las raíces
del pueblo, y esto es importante, porque la promesa de Dios no se realiza
individualmente y de una sola vez, sino juntos y a lo largo de la historia.
Y encuentran también
las raíces de la fe, porque la fe no es una noción que se aprende en un libro,
sino el arte de vivir con Dios, que se consigue por la experiencia de quien nos
ha precedido en el camino. Así los dos jóvenes, encontrándose con los ancianos,
se encuentran a sí mismos. Y los dos ancianos, hacia el final de sus días,
reciben a Jesús, que es el sentido a sus vidas.
En este episodio se
cumple así la profecía de Joel: «Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros
ancianos tendrán sueños y visiones» (3,1). En ese encuentro los jóvenes
descubren su misión y los ancianos realizan sus sueños. Y todo esto porque en
el centro del encuentro está Jesús.
Mirémonos a nosotros,
queridos hermanos y hermanas consagrados. Todo comenzó gracias al encuentro con
el Señor. De un encuentro y de una llamada nació el camino de la consagración.
Es necesario hacer memoria de ello.
Y si recordamos bien
veremos que en ese encuentro no estábamos solos con Jesús: estaba también el
pueblo de Dios —la Iglesia—, jóvenes y ancianos, como en el Evangelio. Allí hay
un detalle interesante: mientras los jóvenes María y José observan fielmente
las prescripciones de la Ley —el Evangelio lo dice cuatro veces—, y no hablan
nunca, los ancianos Simeón y Ana acuden y profetizan. Parece que debería ser al
contrario: en general, los jóvenes son quienes hablan con ímpetu del futuro,
mientras los ancianos custodian el pasado.
En el Evangelio
sucede lo contrario, porque cuando uno se encuentra en el Señor no tardan en
llegar las sorpresas de Dios. Para dejar que sucedan en la vida consagrada es
bueno recordar que no se puede renovar el encuentro con el Señor sin el otro:
nunca dejar atrás, nunca hacer descartes generacionales, sino acompañarse cada
día, con el Señor en el centro. Porque si los jóvenes están llamados a abrir
nuevas puertas, los ancianos tienen las llaves.
Y la juventud de un
instituto está en ir a las raíces, escuchando a los ancianos. No hay futuro sin
este encuentro entre ancianos y jóvenes; no hay crecimiento sin raíces y no hay
florecimiento sin brotes nuevos. Nunca profecía sin memoria, nunca memoria sin
profecía; y, siempre encontrarse.
La vida frenética de
hoy lleva a cerrar muchas puertas al encuentro, a menudo por el miedo al otro
—las puertas de los centros comerciales y las conexiones de red permanecen
siempre abiertas—. Que no sea así en la vida consagrada: el hermano y la
hermana que Dios me da son parte de mi historia, son dones que hay que
custodiar.
No vaya a suceder que
miremos más la pantalla del teléfono que los ojos del hermano, o que nos
fijemos más en nuestros programas que en el Señor. Porque cuando se ponen en el
centro los proyectos, las técnicas y las estructuras, la vida consagrada deja
de atraer y ya no comunica; no florece porque olvida «lo que tiene sepultado»,
es decir, las raíces.
La vida consagrada
nace y renace del encuentro con Jesús tal como es: pobre, casto y obediente. Se
mueve por una doble vía: por un lado, la iniciativa amorosa de Dios, de la que
todo comienza y a la que siempre debemos regresar; por otro lado, nuestra
respuesta, que es de amor verdadero cuando se da sin peros ni excusas, y cuando
imita a Jesús pobre, casto y obediente.
Así, mientras la vida
del mundo trata de acumular, la vida consagrada deja las riquezas que son
pasajeras para abrazar a Aquel que permanece. La vida del mundo persigue los
placeres y los deseos del yo, la vida consagrada libera el afecto de toda
posesión para amar completamente a Dios y a los demás. La vida del mundo se
empecina en hacer lo que quiere, la vida consagrada elige la obediencia humilde
como la libertad más grande.
Y mientras la vida
del mundo deja pronto con las manos y el corazón vacíos, la vida según Jesús
colma de paz hasta el final, como en el Evangelio, en el que los ancianos
llegan felices al ocaso de la vida, con el Señor en sus manos y la alegría en
el corazón.
Cuánto bien nos hace,
como Simeón, tener al Señor «en brazos» (Lc 2,28). No sólo en la cabeza y en el
corazón, sino en las manos, en todo lo que hacemos: en la oración, en el
trabajo, en la comida, al teléfono, en la escuela, con los pobres, en todas
partes.
Tener al Señor en las
manos es el antídoto contra el misticismo aislado y el activismo desenfrenado,
porque el encuentro real con Jesús endereza tanto al devoto sentimental como al
frenético factótum. Vivir el encuentro con Jesús es también el remedio para la
parálisis de la normalidad, es abrirse a la cotidiana agitación de la gracia.
Dejarse encontrar por Jesús, ayudar a encontrar a Jesús: este es el secreto
para mantener viva la llama de la vida espiritual.
Es la manera de
escapar a una vida asfixiada, dominada por los lamentos, la amargura y las
inevitables decepciones. Encontrarse en Jesús como hermanos y hermanas, jóvenes
y ancianos, para superar la retórica estéril de los «viejos tiempos pasados»,
para acabar con el «aquí no hay nada bueno». Si Jesús y los hermanos se
encuentran todos los días, el corazón no se polariza en el pasado o el futuro,
sino que vive el hoy de Dios en paz con todos.
Al final de los
Evangelios hay otro encuentro con Jesús que puede ayudar a la vida consagrada:
el de las mujeres en el sepulcro. Fueron a encontrar a un muerto, su viaje
parecía inútil. También vosotros vais por el mundo a contracorriente: la vida
del mundo rechaza fácilmente la pobreza, la castidad y la obediencia.
Pero, al igual que
aquellas mujeres, vais adelante, a pesar de la preocupación por las piedras
pesadas que hay que remover (cf. Mc 16,3). Y al igual que aquellas mujeres, las
primeras que encontraron al Señor resucitado y vivo, os abrazáis a Él (cf. Mt
28,9) y lo anunciáis inmediatamente a los hermanos, con los ojos que brillan de
alegría (cf. v. 8). Sois por tanto el amanecer perenne de la Iglesia. Os deseo
que reavivéis hoy mismo el encuentro con Jesús, caminando juntos hacia Él: así
se iluminarán vuestros ojos y se fortalecerán vuestros pasos.
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