Francisco, en la
Audiencia General de este miércoles 7 de febrero, continuó con el ciclo de
catequesis sobre la santa misa que viene desarrollando desde los últimos meses
del año pasado y que pueden encontrarse en este blog durante noviembre y
diciembre. 2017. A continuación, la catequesis completa del Papa:
El diálogo entre Dios
y su pueblo, desarrollado en la Liturgia de la Palabra en la misa, llega al
culmen en la proclamación del Evangelio. Lo precede el canto del Aleluya – o,
en Cuaresma, otra aclamación – con el cual “la asamblea de los fieles acoge y
saluda al Señor quién le hablará en el Evangelio”. Como los misterios de Cristo
iluminan toda la revelación bíblica, así, en la Liturgia de la Palabra, el
Evangelio es la luz para entender el significado de los textos bíblicos que lo
preceden, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Efectivamente “Cristo es
el centro y plenitud de toda la Escritura, y también de toda celebración
litúrgica”. Jesucristo está siempre en el centro, siempre.
Por lo tanto, la
misma liturgia distingue el Evangelio de las otras lecturas y lo rodea de un
honor y una veneración particular. En efecto, sólo el ministro ordenado puede
leerlo y cuando termina besa el libro; hay que ponerse en pie para escucharlo y
hacemos la señal de la cruz sobre la frente, la boca y el pecho; las velas y el
incienso honran a Cristo que, mediante la lectura evangélica, hace resonar su
palabra eficaz. A través de estos signos, la asamblea reconoce la presencia de
Cristo que le anuncia la “buena noticia” que convierte y transforma. Es un
diálogo directo, como atestiguan las aclamaciones con las que se responde a la
proclamación, “Gloria a Ti, Señor”, o “Alabado seas, Cristo”. Nos levantamos
para escuchar el Evangelio: es Cristo que nos habla, allí. Y por eso prestamos
atención, porque es un coloquio directo. Es el Señor el que nos habla.
Así, en la misa no
leemos el Evangelio para saber cómo han ido las cosas, sino que escuchamos el
Evangelio para tomar conciencia de que lo que Jesús hizo y dijo una vez; y esa
Palabra está viva, la Palabra de Jesús que está en el Evangelio está viva y
llega a mi corazón. Por eso escuchar el Evangelio es tan importante, con el
corazón abierto, porque es Palabra viva. San Agustín escribe que “la boca de
Cristo es el Evangelio”. Él reina en el cielo, pero no deja de hablar en la
tierra”. Si es verdad que en la liturgia “Cristo sigue anunciando el Evangelio”,
se deduce que, al participar en la misa, debemos darle una respuesta. Nosotros
escuchamos el Evangelio y tenemos que responder con nuestra vida.
Para que su mensaje
llegue, Cristo también se sirve de la palabra del sacerdote que, después del
Evangelio, pronuncia la homilía. Vivamente recomendada por el Concilio Vaticano
II como parte de la misma liturgia, la homilía no es un discurso de
circunstancias, ni tampoco una catequesis como la que estoy haciendo ahora, ni
una conferencia, ni tampoco una lección: la homilía es otra cosa. ¿Qué es la
homilía? Es “un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo”,
para que encuentre su cumplimiento en la vida. ¡La auténtica exégesis del
Evangelio es nuestra vida santa! La palabra del Señor termina su carrera
haciéndose carne en nosotros, traduciéndose en obras, como sucedió en María y
en los santos. Acordaos de lo que dije la última vez, la Palabra del Señor
entra por los oídos, llega al corazón y va a las manos, a las buenas obras. Y
también la homilía sigue a la Palabra del Señor y hace este recorrido para
ayudarnos a que la Palabra del Señor llegue a las manos pasando por el corazón.
Ya he tratado el tema
de la homilía en la Exhortación Evangelii gaudium, donde recordé que el
contexto litúrgico “exige que la predicación oriente a la asamblea, y también
al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la
vida. ]
El que pronuncia la
homilía deben cumplir bien su ministerio –el que predica, el sacerdote, el
diácono o el obispo– ofreciendo un verdadero servicio a todos los que
participan en la misa, pero también quienes lo escuchan deben hacer su parte.
En primer lugar, prestando la debida atención, es decir, asumiendo la justa
disposición interior, sin pretensiones subjetivas, sabiendo que cada predicador
tiene sus méritos y sus límites. Si a
veces hay motivos para aburrirse por la homilía larga, no centrada o
incomprensible, otras veces es el prejuicio el que constituye un obstáculo. Y
el que pronuncia la homilía debe ser consciente de que no está diciendo algo
suyo, está predicando, dando voz a
Jesús, está predicando la Palabra de Jesús. Y la homilía tiene que estar bien
preparada, tiene que ser breve ¡breve! Me decía un sacerdote que una vez había ido a
otra ciudad donde vivían sus padres y su papá le había dicho: “¿Sabes? Estoy
contento porque mis amigos y yo hemos encontrado una iglesia donde se dice misa
sin homilía”. Y cuántas veces vemos que durante la homilía algunos se duermen,
otros charlan o salen a fumarse un cigarrillo… Por eso, por favor, que la
homilía sea breve, pero esté bien preparada. Y ¿cómo se prepara una homilía,
queridos sacerdotes, diáconos, obispos? ¿Cómo se prepara? Con la oración, con
el estudio de la Palabra de Dios y haciendo una síntesis clara y breve; no
tiene que durar más de diez minutos, por favor.
En conclusión,
podemos decir que en la Liturgia de la Palabra, a través del Evangelio y la
homilía, Dios dialoga con su pueblo, que
lo escucha con atención y veneración y, al mismo tiempo, lo reconoce presente y
activo. Si, por lo tanto, escuchamos la “buena noticia”, ella nos
convertirá y transformará y así podremos cambiarnos a nosotros mismos y
al mundo. ¿Por qué? Porque la Buena Noticia, la Palabra de Dios entra por los
oídos, va al corazón y llega a las manos para hacer buenas obras.
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