Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con la catequesis sobre la santa misa. En la
liturgia de la Palabra —sobre la que me he detenido en las pasadas catequesis—
sigue otra parte constitutiva de la misa, que es la liturgia eucarística. En
ella, a través de los santos signos, la Iglesia hace continuamente presente el
Sacrificio de la nueva alianza sellada por Jesús sobre el altar de la Cruz (cf.
Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47). Fue el primer altar
cristiano, el de la Cruz, y cuando nosotros nos acercamos al altar para
celebrar la misa, nuestra memoria va al altar de la Cruz, donde se hizo el
primer sacrificio. El sacerdote, que en la misa representa a Cristo, cumple lo
que el Señor mismo hizo y confió a los discípulos en la Última Cena: tomó el
pan y el cáliz, dio gracias, los pasó a sus discípulos diciendo: «Tomad, comed…
bebed: esto es mi cuerpo… este es el cáliz de mi sangre. Haced esto en memoria
mía».
Obediente al mandamiento de Jesús, la Iglesia ha
dispuesto en la liturgia eucarística el momento que corresponde a las palabras
y a los gestos cumplidos por Él en la vigilia de su Pasión. Así, en la
preparación de los dones, son llevados al altar el pan y el vino, es decir los
elementos que Cristo tomó en sus manos. En la Oración eucarística damos gracias
a Dios por la obra de la redención y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y
la Sangre de Jesucristo. Siguen la fracción del Pan y la Comunión, mediante la
cual revivimos la experiencia de los Apóstoles que recibieron los dones
eucarísticos de las manos de Cristo mismo (cf. Instrucción General del Misal
Romano, 72).
Al primer gesto de Jesús: «tomó el pan y el cáliz del
vino», corresponde por tanto la preparación de los dones. Es la primera parte
de la Liturgia eucarística. Está bien que sean los fieles los que presenten el
pan y el vino, porque estos representan la ofrenda espiritual de la Iglesia ahí
recogida para la Eucaristía. Es bonito que sean los propios fieles los que
llevan al altar el pan y el vino. Aunque hoy «los fieles ya no traigan, de los
suyos, el pan y el vino destinados para la liturgia, como se hacía
antiguamente, sin embargo el rito de presentarlos conserva su fuerza y su
significado espiritual» (ibíd., 73). Y al respecto es significativo que, al
ordenar un nuevo presbítero, el obispo, cuando le entrega el pan y el vino
dice: «Recibe las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio eucarístico»
(Pontifical Romano – Ordenación de los obispos, de los presbíteros y de los
diáconos). ¡El Pueblo de Dios que lleva la ofrenda, el pan y el vino, la gran
ofrenda para la misa! Por tanto, en los signos del pan y del vino el pueblo
fiel pone la propia ofrenda en las manos del sacerdote, el cual la depone en el
altar o mesa del Señor, «que es el centro de toda la Liturgia Eucarística»
(igmr, 73).
Es decir, el centro de la misa es el altar, y el altar es
Cristo; siempre es necesario mirar el altar que es el centro de la misa. En el
«fruto de la tierra y del trabajo del hombre», se ofrece por tanto el
compromiso de los fieles a hacer de sí mismos, obedientes a la divina Palabra,
«sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso», «por el bien de toda su
santa Iglesia». Así «la vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su
oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren
así un valor nuevo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1368).
Ciertamente, nuestra ofrenda es poca cosa, pero Cristo
necesita de este poco. Nos pide poco, el Señor, y nos da tanto. Nos pide poco.
Nos pide, en la vida ordinaria, buena voluntad; nos pide corazón abierto; nos
pide ganas de ser mejores para acogerle a Él que se ofrece a sí mismo a
nosotros en la Eucaristía; nos pide estas ofrendas simbólicas que después se
convertirán en su cuerpo y su sangre. Una imagen de este movimiento oblativo de
oración se representa en el incienso que, consumido en el fuego, libera un humo
perfumado que sube hacia lo alto: incensar las ofrendas, como se hace en los
días de fiesta, incensar la cruz, el altar, el sacerdote y el pueblo sacerdotal
manifiesta visiblemente el vínculo del ofertorio que une todas estas realidades
al sacrificio de Cristo (cf. igmr, 75). Y no olvidar: está el altar que es
Cristo, pero siempre en referencia al primer altar que es la Cruz, y sobre el
altar que es Cristo llevamos lo poco de nuestros dones, el pan y el vino que
después se convertirán en el tanto: Jesús mismo que se da a nosotros.
Y todo esto es cuanto expresa también la oración sobre
las ofrendas. En ella el sacerdote pide a Dios aceptar los dones que la Iglesia
les ofrece, invocando el fruto del admirable intercambio entre nuestra pobreza
y su riqueza. En el pan y el vino le
presentamos la ofrenda de nuestra vida, para que sea transformada por el
Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y se convierta con Él en una sola
ofrenda espiritual agradable al Padre. Mientras se concluye así la preparación
de los dones, nos dispones a la Oración eucarística (cf. ibíd., 77).
Que la espiritualidad del don de sí, que este momento de
la misa nos enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los
otros, las cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos, ayudándonos a
construir la ciudad terrena a la luz del Evangelio.
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