Pablo VI será beatificado el 19 de octubre en el
Vaticano. El sábado 10 de mayo, tras aprobar un milagro atribuido a su intercesión,
el Papa Francisco anunció la beatificación del Papa Pablo VI
Ya el 20 de diciembre de 2012, el Papa Benedicto XVI
había aprobado el decreto de reconocimiento de sus virtudes heroicas, con el
consiguiente tratamiento de venerable.
El milagro que hará posible la beatificación de Pablo VI aconteció hace dos
décadas en California cuando una madre, una gestante se encomendó al Papa
Montini para no perder el niño del que estaba grávida y que, supuestamente,
presentaba graves malformaciones, y que, además, podía hacer peligrar su propia
vida. El niño nació sanó y la madre no tuvo secuelas.
El Papa Francisco, al firmar el 9 de mayo de 2014, este
milagro, fijó asimismo la fecha y lugar de la beatificación de Pablo VI. Será
el domingo 19 de octubre, en San Pedro de Roma, en la clausura del Sínodo
Extraordinario sobre la Familia. Este anuncio ha tenido lugar apenas dos
semanas después de la canonización de los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II. El
primero convocó el Concilio Vaticano II y al segundo y a Pablo VI les
correspondió aplicarlo.
“In nomine Domine”
— En la tarde del domingo 6 de
agosto de 1978, en Castelgandolfo y casi por sorpresa, fallecía el Papa Pablo
VI, tras algo más de quince años de abnegado, espléndido, complejo y debatido
ministerio apostólico petrino. Cuarenta días después habría cumplido 81 años.
Nacido el 26 de septiembre de 1896 en la localidad de
Concesio, junto a Brescia, en la región norteña de Italia de la Lombardía, era
sacerdote desde 1920, obispo desde 1954 y cardenal desde 1958. Durante más de
treinta años sirvió en la Curia Romana en altas responsabilidades, a la par que
atendía a los jóvenes universitarios de la FUCI.
Trabajó también en el cuerpo diplomático de la Santa Sede
y durante nueve años fue arzobispo de Milán, donde se le conocía como “el
arzobispo de los obreros”. Renunció en 1952 a púrpura cardenalicia y fue
“papabile” antes incluso de ser cardenal. Fue bautizado en las aguas del
bautismo con los nombres de Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini
Alghisi. Es siervo de Dios y ojalá pronto que la Iglesia lo tenga entre sus
beatos y santos.
Nacido para ser
Papa — Pocas personas como él
habían sido “pensadas” y preparadas a lo largo de su vida para asumir este
servicio, habían nacido para ello, ya desde su cuna, con su padre abogado,
periodista y político democristiano, con su madre moderna, culta y católica
cabal. Desde años antes a su elección pontificia, Montini ofrecía ya el perfil
del Sucesor de Pedro, al que le capacitaban, sin duda, hasta su mismo porte y
elegancia externa e interna, con aquella mirada honda, pensativa y bondadosa.
Y, sobre todo, le capacitaban su espléndida formación eclesiástica y humana; su
fina y serena inteligencia; su cultura amplia, abierta y cosmopolita, de
impronta francesa, moderna y fiel; su honda piedad y vida interior; o sus
muchos años de quehacer en la Curia Romana, completados con nueve magníficos y
emprendedores años como arzobispo de Milán, la más poblada diócesis de toda la
Iglesia Occidental.
De él se podía decir, sí, que había nacido para ser Papa.
Y lo fue en tiempos esperanzadores y turbulentos. Fue el Papa para una
modernidad compleja, cambiante y hasta imprevisible y contradictoria, tan amada
y esperada en demasía por unos como temida y denostada en exceso por otros. Fue
el Papa del Concilio Vaticano II y de toda su carga de renovación y de reforma.
Fue el Papa del primer postconcilio, tantas veces hermoso, tantas veces
traumático. Fue el Papa del diálogo. Fue el Papa del hombre, siempre en su
escucha y a su servicio, siempre atento a los signos de los tiempos y a los
problemas e inquietudes que se abatían sobre una humanidad magnífica y
atormentada, que ya empezaba a mostrar inequívocos síntomas de fragmentación,
de cambio y ruptura.
“Vocabor Paulus”
(“Me llamaré Pablo”) — Fue el
Papa Pablo –nombre elegido por Montini al calzar las sandalias del Pescador,
bien sabedor de lo que este nombre significaba en honor y memoria de San Pablo,
el apóstol de las gentes y de los gentiles, el heraldo de Jesucristo- , el Papa
evangelizador, consciente de la necesidad de recorrer todos los caminos del
hombre y de la Iglesia, todos los caminos de un mundo que ya no era ni mucho
menos uniforme, consciente de la necesidad de hacerse presente él y con él toda
la Iglesia en sus distintos areópagos. Fue un Papa amado y también criticado,
dolorosa e injustamente criticado tantas veces.
La historia lo ha situado entre dos gigantes y santos: el
profeta, el carismático, el popular Juan XXIII –todavía y ya para siempre el
Papa bueno- y él no menos carismático y popular Juan Pablo II el Grande, el
atleta de Dios, el Papa más mediático de la historia, el Papa de los récord, el
Papa de las excepcionalidades, el Papa del pueblo. Y entre estos gigantes,
Pablo VI no palidece –no puede palidecer-, sino que conserva su puesto y su
identidad.
Timonel audaz y
prudente — Treinta años después
de su muerte, la memoria de Pablo VI obliga al reconocimiento y a la gratitud
porque supo ser, en medio de bonanzas y de tempestades, el timonel audaz y
prudente que la nave de la Iglesia requería. Porque supo ser el Papa atento y
siempre en escucha y en diálogo. Porque supo combinar renovación con fidelidad,
aunque tantos le urgieran pisar más el freno o pisar más el acelerador. Porque,
en suma, supo pastorear al rebaño confiado siguiendo la estela del Buen Pastor,
buscando a las ovejas pérdidas sin descuidar a las que permanecían junto a la
grey, aun cuando otros pensaran y actuaran de otra manera. Porque supo amar a
Jesucristo y seguirle con la cruz a cuestas en quince vertiginosos y arduos
años en que fue su Vicario en la tierra, en que fue el Dulce Cristo entre los
hombres.
¿Progresista o conservador? ¿Firme o dubitativo?
¿Entusiasta del Vaticano II o atrapado por su legado? Pablo VI fue, ante todo,
un hombre de Iglesia, un hijo fiel de la Iglesia y un padre para todos desde la
fidelidad y la renovación, los dos quicios permanentes e inexcusables de la
verdadera Iglesia. La gracia de Dios –nos recordaba el Papa Benedicto XVI- no
fue vana en él. Y así supo hacer prestar su aguda inteligencia al servicio de
la altísima misión encomendada, amando apasionadamente a Jesucristo y a los
hombres de su tiempo.
Un magisterio vivo
e interpelador – Siete encíclicas, diecisiete constituciones apostólicas,
diez exhortaciones apostólicas, sesenta y una cartas apostólicas, cuarenta y
dos motu proprio y nueve viajes internacionales son, junto a su estilo y
talante, el legado vivo e interpelador del Papa Montini. “Gaudete in Domino”, “Marialis
cultus”, “Octogesima adveniens”, “Humanae vitae”, “Sacerdotalis coelibatus”, “Mysterium
fidei”, “El Credo del Pueblo de Dios”
y, sobre todo, “Ecclesiam suam”, “Populorum progressio” y “Evangelii nuntiandi” siguen siendo
documentos imprescindibles no solo para conocer y entender su pontificado y la
vida de la Iglesia en estas últimas cuatro décadas, sino también para que la
Iglesia del alba del siglo XXI siga ofreciendo su genuino servicio
evangelizador y de búsqueda del hombre –de todo hombre– y de la cultura de su
tiempo.
Junto a ello, Pablo VI desplegó una intensa actividad
reformadora en la liturgia, en el seno de la Curia Romana y del Colegio
Cardenalicio, en la puesta en marcha de algunas propuestas del Vaticano II en
pro de la colegialidad y la comunión –los Sínodos, las Conferencias
Episcopales…–, en el inquebrantable compromiso ecuménico, de sus acciones y de
sus gestos, en la catequesis…
Al hacer memoria de sus viajes apostólicos –él fue el
primer Papa peregrino, el primer Papa itinerante y viajero-, llama la atención
comprobar sus destinos, marcados por tres prioridades: la misión (India,
Colombia, Uganda, Filipinas, Oceanía), la unidad de los cristianos y el diálogo
interreligioso (Tierra Santa, Turquía, Ginebra) y la paz y la justicia social
(la sede de la ONU, Uganda, Asia Oriental).
La Iglesia y el
hombre, sus pasiones — Desde Jesucristo y en Jesucristo -“In nomine Domini”
(“En el nombre del Señor”), como rezaba su lema episcopal y pontificio- , la
Iglesia y el hombre fueron sus dos grandes amores, sus dos pasiones: “Ruego al
Señor –escribía en las vísperas de su muerte- hacer de mi próxima muerte un don
de amor a la Iglesia. Podría decir que la he amado siempre”. Y ampliaba su
discurso y sus sentimientos con estas otras palabras: “Oh hombres,
comprendedme, os amo a todos en la efusión del Espíritu… Así os miro, os saludo,
así os bendigo. A todos”.
Por ello, con palabras de su sucesor, el Papa Juan Pablo
II, vaya nuestro reconocimiento: “Por el inestimable legado de magisterio y de
virtud que Pablo VI ha dejado a los creyentes y a toda la humanidad, alabemos
al Señor con sincera gratitud. A nosotros nos toca ahora atesorar tan sabia
herencia”.
Y es que, más allá de tópicos, estereotipos, simpatías o
antipatías, tampoco su legado cabe en una sepultura, como él mismo dijera de la
herencia recibida de Juan XXIII
Jesús de las Heras Muela (Revista Ecclesia digital)
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