EL PAÍS.com – Madrid, 3 de junio de 2013
El 3 de junio de 1963 fallecía el papa Juan XXIII. Le
lloraron creyentes de todas las religiones: católicos, protestantes, ortodoxos,
judíos, musulmanes, budistas, y no creyentes de las diferentes ideologías:
comunistas, socialistas, liberales, líderes políticos y gente del pueblo. El
gran mufti de Tiro (Líbano) elogió la personalidad de Giuseppe Roncalli ante
una multitud de musulmanes y cristianos portando en la mano la encíclica Pacem in terris como reconocimiento por
su contribución a la paz en el mundo. La noche anterior a su muerte, el gran
Rabino de Roma y numerosos judíos se reunieron con los católicos en la Plaza de
San Pedro para rezar por el papa. El gesto tenía su justificación. Juan XXIII
había adoptado hacia los judíos una actitud bien diferente a la de Pío XII.
Sustituyó la oración por los “pérfidos judíos” del Viernes Santo por otra más
respetuosa y ecuménica. En la audiencia a un grupo de judíos de Estados Unidos
los saludó como José a sus hermanos cuando llegaron a Egipto: “Soy José, vuestro
hermano”. Los pérfidos se tornaron hermanos.
¿Juan XXIII, un papa de transición? Eso fue lo que mucha
gente pensó cuando fue elegido el 28 de octubre de 1958 a punto de cumplir 77
años. Los hechos, empero, desmintieron pronto las primeras impresiones, como
puso de manifiesto ‘Time’ el 17 de noviembre: “Si alguien esperaba que Roncalli
iba a ser un mero papa de transición, hasta la llegada del siguiente, esta
imagen se deshizo a los pocos minutos de su elección... Se hizo cargo pisando
fuerte como el amo de casa, abriendo ventanas y cambiando muebles...”. Bastaron cuatro años y medio de pontificado
para llevar a cabo una verdadera revolución en la Iglesia romana que se
convirtió realmente en universal y ecuménica.
La tarea no le resultó fácil. Tuvo que vencer no pocas
resistencias dentro de la Curia vaticana, con la que nunca tuvo buenas
relaciones, pero tampoco hipotecas que pagar, y hubo de neutralizar a
relevantes figuras de la misma, como el cardenal Ottaviani, que estaba al
frente del Santo Oficio. Pero contó
también con el apoyo de un sector importante del episcopado, de movimientos
cristianos laicos y de cualificados teólogos modernos, algunos de los cuales
habían sido condenados por Pío XII y él los llamó para que le asesoraran y le ayudaran a fundamentar el
cambio que quería llevar a cabo. La alianza con estos sectores permitió llevar
a buen puerto el aggiornamento.
Entre las muchas innovaciones que introdujo destacan dos
por su eficacia y trascendencia para el futuro de la Iglesia: el Concilio Vaticano
II y la encíclica Pacen in terris. El
Vaticano II no fue una simple ocurrencia o fruto de la improvisación del
anciano Roncalli. Era una idea muy
meditada. Su secretario personal Loris
Capovilla recuerda que Juan XXIII le refirió la “necesidad de un Concilio” dos
días después de ser elegido papa: “Habrá un concilio”, le anunció. La
celebración de “un Concilio ecuménico para la Iglesia universal” fue el
principal objetivo de Roncalli, que hizo público el 25 de enero de 1959.
Pero, ¿un concilio, por qué y para qué? La respuesta no
estuvo clara desde el principio. Fue perfilándose durante su preparación y, de
manera especial, a lo largo de las cuatro sesiones del mismo conforme a las
inquietudes y sensibilidades de los obispos y de los asesores teológicos. En la
mente del papa estaba cambiar la forma personalista y autoritaria de gobierno
por otra más colegiada y participativa. La reunión de todos los obispos del
mundo constituía la mejor oportunidad para analizar los problemas más
importantes de la Iglesia, responder a los desafíos que le planteaba la nueva
era que se estaba viviendo y poner en marcha una transformación profunda en una
doble dirección: la reforma interna de la
institución eclesiástica, anclada en el modelo católico-romano medieval, y la re-ubicación en la cultura moderna, a
la que había condenado sin haberla escuchado. Objetivo prioritario del papa era
la construcción de la Iglesia de los pobres, pero en el aula conciliar no tuvo
el eco que él hubiera deseado. Lo que no se quería era que el Vaticano II fuera
en un apéndice del Vaticano I.
El resultado fue un cambio de paradigma en todos los
campos: reforma litúrgica, nueva imagen de Iglesia como comunidad de creyentes,
colegialidad episcopal, reconocimiento del pluralismo teológico, diálogo
cultural, intra-eclesial, inter-eclesial e inter-religioso, libertad religiosa,
solidaridad con las esperanzas y las angustias de los pobres y de cuantos
sufren, etc.
La encíclica Pacen
in terris, publicada mes y medio antes de su muerte, supuso un cambio de
paradigma en la Doctrina Social de la Iglesia al reconocer los derechos humanos
como inalienables de la persona. Constata la presencia de las mujeres en la
vida pública y la toma de conciencia de su dignidad, considera legítima su
protesta cuando son reducidas a mero instrumento u objeto inanimado, y defiende
sus derechos tanto en la esfera doméstica como en la vida pública. Un paso
gigantesco y una buena herencia que sus sucesores no asumieron. ¿Lo hará
Francisco?
Juan José Tamayo
Profesor de Historia
Contemporánea, director de la Cátedra de Teología en la Universidad Carlos III
de Madrid y autor de Invitación a la utopía (Trotta, 2012).
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