En aquel tiempo, Jesús se fue a una ciudad llamada Naím,
e iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la
puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre,
que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor,
tuvo compasión de ella, y le dijo: «No llores». Y, acercándose, tocó el
féretro. Los que lo llevaban se pararon, y Él dijo: «Joven, a ti te digo:
levántate». El muerto se incorporó y se puso a hablar, y Él se lo dio a su
madre. El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: «Un gran
profeta se ha levantado entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Y lo
que se decía de Él, se propagó por toda Judea y por toda la región
circunvecina.
(Lc 7,11-17)
Comentario
Hoy también nosotros quisiéramos enjugar todas las
lágrimas de este mundo: «No llores» (Lc 7,13). Los medios de comunicación nos
muestran —hoy más que nunca— los dolores de la humanidad. ¡Son tantos! Si
pudiéramos, a tantos hombres y mujeres les diríamos «levántate» (Lc 7,14).
Pero…, no podemos, ¡no podemos, Señor! Nos sale del alma decirle: —Mira, Jesús,
que nos vemos desbordados por el dolor. ¡Ayúdanos!
Ante esta sensación de impotencia, procuremos reaccionar
con sentido sobrenatural y con sentido común. Sentido sobrenatural, en primer
lugar, para ponernos inmediatamente en manos de Dios: no estamos solos, «Dios
ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16). La impotencia es nuestra, no de Él. La peor
de todas las tragedias es la moderna pretensión de edificar un mundo sin Dios
e, incluso, a espaldas de Dios. Desde luego es posible edificar “algo” sin
Dios, pero la historia nos ha mostrado sobradamente que este “algo” es
frecuentemente inhumano. Aprendámoslo de una vez por todas: «Sin mí no podéis
hacer nada» (Jn 15,5).
En segundo lugar, sentido común: el dolor no podemos
eliminarlo. Todas las “revoluciones” que nos han prometido un paraíso en esta
vida han acabado sembrando la muerte. Y, aun en el hipotético caso (¡un
imposible!) de que algún día se pudiera eliminar “todo” dolor, no dejaríamos de
ser mortales… (por cierto, un dolor al que sólo Cristo-Dios ha dado respuesta
real).
El espíritu cristiano es “realista” (no esconde el dolor)
y, a la vez, “optimista”: podemos “gestionar” el dolor. Más aun: el dolor es
una oportunidad para manifestar amor y para crecer en amor. Jesucristo —el
“Dios cercano”— ha recorrido este camino. En palabras del Papa Francisco,
«conmoverse (“moverse-con”), compadecerse (“padecer-con”) del que está caído,
son actitudes de quien sabe reconocer en el otro su propia imagen [de
fragilidad]. Las heridas que cura en el hermano son ungüento para las propias.
La compasión se convierte en comunión, en puente que acerca y estrecha lazos».
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès,
Barcelona, España)
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