El tiempo pascual que estamos viviendo con gozo, guiados
por la liturgia de la Iglesia, es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo
donado «sin medida» (cfr Jn 3,34) por
Jesús crucificado y resucitado. Este tiempo de gracia concluye con la fiesta de
Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y
los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.
Pero ¿quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos
con fe: «Creo en el Espíritu Santo que es
Señor y da la vida». La primera verdad a la que adherimos en el Credo es
que el Espíritu Santo es Kýrios, Señor. Ello significa que Él es verdaderamente
Dios como lo son el Padre y el Hijo, objeto, por parte nuestra, del mismo acto
de adoración y de glorificación que dirigimos al Padre y al Hijo. De hecho, el
Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don
de Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús
como el Hijo enviado por el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión
con Dios.
Pero quisiera sobre todo detenerme en el hecho que el
Espíritu Santo es la fuente inagotable de la vida de Dios en nosotros. El
hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y
bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que
pueda madurar y crecer hasta su plenitud. El hombre es como un caminante que,
atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva, fluyente y
fresca, capaz de refrescar en profundidad su deseo profundo de luz, de amor, de
belleza y de paz. ¡Todos sentimos este deseo! Y Jesús nos da esta agua viva:
ella es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús vierte en nuestros
corazones. «Yo he venido para que tengan
Vida, y la tengan en abundancia», nos dice Jesús (Jn 10,10).
Jesús promete a la Samaritana donar un "agua
viva", con abundancia y para siempre, a todos aquellos que lo reconocen
como el Hijo enviado por el Padre para salvarnos (cfr Jn 4, 5-26; 3,17). Jesús
ha venido a donarnos esta "agua viva" que es el espíritu Santo, para
que nuestra vida sea guiada por Dios, sea animada por Dios, sea nutrida por
Dios. Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual nos referimos
justamente a esto: el cristiano es una persona que piensa y actúa según Dios,
según el Espíritu Santo. Y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según
Dios? O ¿nos dejamos guiar por tantas otras cosas que no son Dios?
A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua
puede saciarnos hasta el fondo? Sabemos que el agua es esencial para la vida;
sin agua se muere; ella refresca, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a
los Romanos encontramos esta expresión: «el
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que
nos ha sido dado» (5,5). El "agua viva", el Espíritu Santo, Don
del Resucitado que toma morada en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos
renueva, nos trasforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que
es Amor. Por esto, el Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está
animada por el Espíritu y de sus frutos, que son «amor, alegría y paz,
magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (Gal
5,22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como "hijos en el Hijo Unigénito".
En otro pasaje de la Carta a los Romanos, que hemos recordado varias veces, san
Pablo lo sintetiza con estas palabras: «Todos
los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no
han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el
espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ´Padre´. El mismo
espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de
Dios. Si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos
de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con él» (8,14-17).
Este es el don precioso que el Espíritu Santo trae a
nuestros corazones: la vida misma de Dios, vida de verdaderos hijos, una
relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la
misericordia de Dios, que tiene también como efecto una mirada nueva hacia los
demás, cercanos y lejanos, vistos siempre como hermanos y hermanas en Jesús a
los cuales hay que respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con
los ojos de Cristo, a vivir la vida como la ha vivido Cristo, a comprender la
vida como la ha comprendido Cristo. He aquí por qué el agua viva que es el
Espíritu Santo sacia nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios
como hijos, que podemos amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos
vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros, escuchamos al Espíritu Santo
que nos dice: Dios te ama, te quiere. ¿Amamos verdaderamente a Dios y a los
demás, como Jesús? Y nosotros, ¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué cosa nos
dice el Espíritu Santo? Dios te ama: ¡nos dice esto! Dios Te ama, te quiere. Y
nosotros ¿amamos verdaderamente a Dios y a los demás, como Jesús? Dejémonos
guiar, dejémonos guiar por el Espíritu Santo. Dejemos que Él nos hable al
corazón y nos diga esto: que Dios es amor, que Él nos espera siempre, que Él es
el Padre y nos ama como verdadero papá; nos ama verdaderamente. Y esto solo lo
dice el Espíritu Santo al corazón. Sintamos al Espíritu Santo, escuchemos al
Espíritu Santo y vayamos adelante por este camino del amor, de la misericordia,
del perdón. ¡Gracias!
Autor: S.S. Francisco
Fuente: News.va
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