En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si alguno
me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos
morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que
escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado. Os he dicho estas cosas
estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre
enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he
dicho. Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se
turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: ‘Me voy y
volveré a vosotros’. Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre,
porque el Padre es más grande que yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda,
para que cuando suceda creáis».
(Jn 14,23-29)
Comentario
Hoy, antes de celebrar la Ascensión y Pentecostés,
releemos todavía las palabras del llamado sermón de la Última Cena, en las que
debemos ver diversas maneras de presentar un único mensaje, ya que todo brota
de la unión de Cristo con el Padre y de la voluntad de Dios de asociarnos a
este misterio de amor.
A Santa Teresita del Niño Jesús un día le ofrecieron
diversos regalos para que eligiera, y ella —con una gran decisión aun a pesar
de su corta edad— dijo: «Lo elijo todo». Ya de mayor entendió que este elegirlo
todo se había de concretar en querer ser el amor en la Iglesia, pues un cuerpo
sin amor no tendría sentido. Dios es este misterio de amor, un amor concreto,
personal, hecho carne en el Hijo Jesús que llega a darlo todo: Él mismo, su
vida y sus hechos son el máximo y más claro mensaje de Dios.
Es de este amor que lo abarca todo de donde nace la
“paz”. Ésta es hoy una palabra añorada: queremos paz y todo son alarmas y
violencias. Sólo conseguiremos la paz si nos volvemos hacia Jesús, ya que es Él
quien nos la da como fruto de su amor total. Pero no nos la da como el mundo lo
hace (cf. Jn 14,27), pues la paz de Jesús no es la quietud y la
despreocupación, sino todo lo contrario: la solidaridad que se hace
fraternidad, la capacidad de mirarnos y de mirar a los otros con ojos nuevos
como hace el Señor, y así perdonarnos. De ahí nace una gran serenidad que nos
hace ver las cosas tal como son, y no como aparecen. Siguiendo por este camino
llegaremos a ser felices.
«El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os
lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). En
estos últimos días de Pascua pidamos abrirnos al Espíritu: le hemos recibido al
ser bautizados y confirmados, pero es necesario que —como ulterior don— rebrote
en nosotros y nos haga llegar allá donde no osaríamos.
Rev. D. Francesc CATARINEU i Vilageliu (Sabadell,
Barcelona, España)
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