Dicen que para muestra sobra un botón. Algunos domingos
atrás, en uno de esos días en que quienes vivimos entre el Estadio Kempes y la
Mujer Urbana nos vemos encerrados o impedidos de ingresar durante horas por los
operativos que ordenan la circulación de la concurrencia a un evento, me
acerqué a una inspectora de tránsito que conversaba con un grupo de choferes de
colectivos que se disponían esperar después de haber estacionado unos 10
colectivos en las adyacencias de la parroquia, con intenciones de dialogar con
ella y hacer un aporte.
La inspectora me preguntó qué necesitaba y le respondí:
“Vengo a pedir clemencia...”, sin dejarme terminar de expresar lo que quería me
respondió bruscamente: “La clemencia sólo se le pide a Dios”. Intenté expresar
lo que suponía un aporte para que los fieles pudieran llegar a la misa, pero me
mató con la indiferencia.
Me retiré impactado. Realmente los servidores públicos
piensan que no hay lugar para la clemencia, para la misericordia, para al amor
en las relaciones humanas. Resonó en mí el saludo de mis hermanos musulmanes: “Por
el Dios clemente y misericordioso”; el anuncio maravilloso de la misericordia
del Dios que recibieron Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y tantos otros de
mis hermanos de Israel, y que se hace canto de alabanza en los salmos.
Mientras el tiempo de cuaresma una y otra vez nos invita
a considerar la buena noticia de la misericordia, parece que algunos la
consideran algo ajeno al hombre. En realidad, todos tenemos la tentación de endurecer
e corazón. Pero qué gélido puede llegar a ser un mundo sin misericordia.
Necesitamos una cultura de la clemencia y la
misericordia. Estas nos unen en la diversidad. Humanizan nuestras relaciones. La
misericordia es necesaria para que podamos descubrir las nuevas pobrezas de una
cultura del bienestar y del consumo que a algunos nos permite tener cosas pero
margina con la pobreza en las relaciones y en el espíritu. De una economía que
se mide con estadísticas pero que no ve la pobreza de miles de personas que no
tienen para una vida digna. Pobreza de esperanza frente un futuro endeudado y una
salud ecológica del planeta hipotecada.
Sin misericordia no es posible la justicia, ni la vida
familiar, ni la educación, ni la comunicación, ni un intercambio plenamente
humano. En cualquier orden de la vida. Nos decía Benedicto XVI en su encíclica social:
“El saber nunca es sólo obra de la inteligencia. Ciertamente, puede reducirse a
cálculo y experimentación, pero si quiere ser sabiduría capaz de orientar al
hombre a la luz de los primeros principios y de su fin último, ha de ser
‘sazonado’ con la ‘sal’ de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el
saber es estéril sin el amor. En efecto, el que está animado de una verdadera
caridad es ingenioso para descubrir las causas de la miseria, para encontrar
los medios de combatirla, para vencerla con intrepidez”.
Si ya Juan XXIII, al abrir el Concilio Vaticano II, nos
hablaba de la necesidad del “remedio de la misericordia”, y Pablo VI, de la “civilización
del amor”, Juan Pablo II Y Benedicto XVI nos ha insistido frecuentemente en la
necesidad de más entrañas de misericordia, recordando que “es la misericordia
la que pone un límite al mal”.
Comprometámonos en esta Pascua en la construcción de una
cultura de la misericordia, en ser instrumentos de misericordia, y seremos más felices.
Pedro Torres
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