En aquel tiempo, llegaron algunos que contaron a Jesús lo
de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios.
Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos
los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no
os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los
que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables
que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os
convertís, todos pereceréis del mismo modo».
Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una
higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo
entonces al viñador: ‘Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta
higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?’. Pero él
le respondió: ‘Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su
alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas’».
(Lc 13,1-9)
Comentario
Hoy, tercer domingo de Cuaresma, le lectura evangélica
contiene una llamada de Jesús a la penitencia y a la conversión. O, más bien,
una exigencia de cambiar de vida.
“Convertirse” significa, en el lenguaje del Evangelio,
mudar de actitud interior, y también de estilo externo. Es una de las palabras
más usadas en el Evangelio. Recordemos que, antes de la venida del Señor Jesús,
san Juan Bautista resumía su predicación con la misma expresión: «Predicaba un
bautismo de conversión» (Mc 1,4). Y, enseguida, la predicación de Jesús se
resume con estas palabras: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
Esta lectura de hoy tiene, sin embargo, características
propias, que piden atención fiel y respuesta consecuente. Se puede decir que la
primera parte, con ambas referencias históricas (la sangre derramada por Pilato
y la torre derrumbada), contiene una amenaza. ¡Imposible llamarla de otro
modo!: lamentamos las dos desgracias —entonces sentidas y lloradas— pero
Jesucristo, muy seriamente, nos dice a todos: —Si no cambiáis de vida, «todos
pereceréis del mismo modo» (Lc 13,5).
Esto nos muestra dos cosas. Primero, la absoluta seriedad
del compromiso cristiano. Y, segundo: de no respetarlo como Dios quiere, la
posibilidad de una muerte, no en este mundo, sino mucho peor, en el otro: la
eterna perdición. Las dos muertes de nuestro texto no son más que figuras de
otra muerte, sin comparación con la primera.
Cada uno sabrá cómo esta exigencia de cambio se le
presenta. Ninguno queda excluido. Si esto nos inquieta, la segunda parte nos
consuela. El “viñador”, que es Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que
espere un año todavía. Y entretanto, él hará todo lo posible (y lo imposible,
muriendo por nosotros) para que la viña dé fruto. Es decir, ¡cambiemos de vida!
Éste es el mensaje de la Cuaresma. Tomémoslo entonces en serio. Los santos —san
Ignacio, por ejemplo, aunque tarde en su vida— por gracia de Dios cambian y nos
animan a cambiar.
Cardenal Jorge MEJÍA Archivista y Bibliotecario de la
S.R.I. (Città del Vaticano, Vaticano)
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