En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:
«Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy». Y todos daban
testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que
salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?». Él les dijo:
«Seguramente me vais a decir el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Todo lo
que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria».
Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria.
Os digo de verdad: Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando
se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el
país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta
de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y
ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio».
Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron
de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una
altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para
despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.
(Lc 4,21-30)
Comentario
Hoy, en este domingo cuarto del tiempo ordinario, la
liturgia continúa presentándonos a Jesús hablando en la sinagoga de Nazaret.
Empalma con el Evangelio del domingo pasado, en el que Jesús leía en la
sinagoga la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha
ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los
oprimidos (...)» (Lc 4,18-19). Jesús, al acabar la lectura, afirma sin tapujos
que esta profecía se cumple en Él.
El Evangelio comenta que los de Nazaret se extrañaban de
que de sus labios salieran aquellas palabras de gracia. El hecho de que Jesús
fuese bien conocido por los nazarenos, ya que había sido su vecino durante la
infancia y juventud, no facilitaba su predisposición para aceptar que era un
profeta. Recordemos la frase de Natanael: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?»
(Jn 1,46). Jesús les reprocha su incredulidad, recordando aquello: «Ningún
profeta es bien recibido en su patria» (Lc 4,24). Y les pone el ejemplo de
Elías y de Eliseo, que hicieron milagros para los forasteros, pero no para los
conciudadanos.
Por lo demás, la reacción de los nazarenos fue violenta.
Querían despeñarlo. ¡Cuántas veces pensamos que Dios tiene que realizar sus
acciones salvadoras acoplándose a nuestros grandilocuentes criterios! Nos
ofende que se valga de lo que nosotros consideramos poca cosa. Quisiéramos un
Dios espectacular. Pero esto es propio del tentador, desde el pináculo: «Si
eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo» (Lc 4,9). Jesucristo se ha revelado
como un Dios humilde: el Hijo del hombre «no ha venido a ser servido, sino a
servir» (Mc 10,45). Imitémosle. No es necesario, para salvar a las almas, ser
grande como san Javier. La humilde Teresa del Niño Jesús es su compañera, como
patrona de las misiones.
P. Pere SUÑER i Puig SJ (Barcelona, España)
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