En aquel tiempo, cuando Jesús salía de Jericó, acompañado
de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un
mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de
Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!».
Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de
David, ten compasión de mí!». Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al
ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio
un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres
que te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu
fe te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.
(Mc 10,46-52)
Comentario
Hoy, contemplamos a un hombre que, en su desgracia,
encuentra la verdadera felicidad gracias a Jesucristo. Se trata de una persona
con dos carencias: la falta de visión corporal y la imposibilidad de trabajar
para ganarse la vida, lo cual le obliga a mendigar. Necesita ayuda y se sitúa
junto al camino, a la salida de Jericó, por donde pasan muchos viandantes.
Por suerte para él, en aquella ocasión es Jesús quien
pasa, acompañado de sus discípulos y otras personas. Sin duda, el ciego ha oído
hablar de Jesús; le habrían comentado que hacía prodigios y, al saber que pasa
cerca, empieza a gritar: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10,47).
Para los acompañantes del Maestro resultan molestos los gritos del ciego, no
piensan en la triste situación de aquel hombre, son egoístas. Pero Jesús sí
quiere responder al mendigo y hace que lo llamen. Inmediatamente, el ciego se
halla ante el Hijo de David y empieza el diálogo con una pregunta y una
respuesta: «Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: ‘¿Qué quieres que te haga?’. El
ciego le dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’» (Mc 10,51). Y Jesús le concede doble
visión: la física y la más importante, la fe que es la visión interior de Dios.
Dice san Clemente de Alejandría: «Pongamos fin al olvido de la verdad;
despojémonos de la ignorancia y de la oscuridad que, cual nube, ofuscan
nuestros ojos, y contemplemos al que es realmente Dios».
Frecuentemente nos quejamos y decimos: —No sé rezar.
Tomemos ejemplo entonces del ciego del Evangelio: Insiste en llamar a Jesús, y
con tres palabras le dice cuanto necesita. ¿Nos falta fe? Digámosle: —Señor,
aumenta mi fe. ¿Tenemos familiares o amigos que han dejado de practicar? Oremos
entonces así: —Señor Jesús, haz que vean. ¿Es tan importante la fe? Si la comparamos
con la visión física, ¿qué diremos? Es triste la situación del ciego, pero
mucho más lo es la del no creyente. Digámosles: —El Maestro te llama,
preséntale tu necesidad y Jesús te responderá generosamente.
Rev. D. Pere CAMPANYÀ i Ribó (Barcelona, España)
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