El miércoles pasado hemos comenzado en el marco de una
cátedra abierta de la Universidad Católica de Córdoba, un seminario
interreligioso sobre los derechos humanos a la luz de las diversas tradiciones
religiosas. Me permitió compartir una convicción arraigada en estos años de
vida eclesial: “Cuando la promoción de la dignidad de la persona es el
principio conductor que nos inspira, cuando la búsqueda del bien común es el
compromiso predominante, entonces es cuando se ponen fundamentos sólidos y
duraderos a la edificación de la paz. Por el contrario, si se ignoran o
desprecian los derechos humanos, o la búsqueda de intereses particulares
prevalece injustamente sobre el bien común, se siembran inevitablemente los
gérmenes de la inestabilidad, la rebelión y la violencia”.
La dignidad de la persona humana es un valor
trascendente, reconocido siempre como tal por cuantos buscan la verdad. En
realidad, la historia entera de la humanidad se debe interpretar a la luz de
esta convicción.
Toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios
(Génesis 1, 26-28), y por tanto radicalmente orientada a su Creador, está en
realización constante con los que tienen su misma dignidad. Por eso, allí donde
los derechos y deberes se corresponden y refuerzan mutuamente, la promoción del
bien del individuo se armoniza con el servicio al bien común.
Como nos enseñaron los últimos pontífices, cabe recordar
que es peligroso el olvido de la verdad sobre la persona humana. Sin mucho
esfuerzo se pueden ver los frutos de ideologías como el marxismo, el nazismo y
el fascismo, así como también los mitos de la superioridad racial, del
nacionalismo y del particularismo étnico.
No menos perniciosos son los efectos del consumismo
materialista, en el cual la exaltación del individuo y la satisfacción
egocéntrica de las aspiraciones personales se convierten en el objetivo de la
vida. El individualismo egoísta hace pensar que las repercusiones negativas
sobre los demás son consideradas del todo irrelevantes.
Es preciso reafirmar que ninguna ofensa a la dignidad
humana puede ser ignorada, cualquiera que sea su origen, su modalidad o el
lugar en que sucede.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos es muy
clara: reconoce los derechos que proclama, no los otorga. En efecto, estos son
inherentes a la persona humana y a su dignidad. De aquí se desprende que nadie
puede privar legítimamente de estos derechos a uno solo de sus semejantes, sea
quien sea, porque sería ir contra su propia naturaleza. Todos los seres humanos,
sin excepción, son iguales en dignidad.
Juan Pablo II se preguntaba años atrás: ¿cómo podría
existir la guerra, si cada derecho humano fuera respetado? El respeto integral
de los derechos humanos es el camino más seguro para estrechar relaciones
sólidas entre los Estados.
La cultura de los derechos humanos no puede ser sino
cultura de paz. Toda violación de estos contiene en sí el germen de un posible
conflicto.
Para promover una cultura de derechos humanos que
repercuta en las conciencias, es necesaria la colaboración de todas las fuerzas
sociales.
Con este seminario, el Comité Interreligioso por la Paz
(Comipaz) ofrece cada miércoles un espacio para reconocer cauces de trabajo por
la paz desde las distintas tradiciones religiosas e invita a que nos comprometamos
por el respeto a la dignidad humana y por el derecho a la paz como verdaderos
patrimonios de la humanidad.
Pbro. Pedro J. Torres
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