En aquel tiempo, Jesús se marchó de la región de Tiro y
vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le
presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga
la mano sobre él. Él, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en
los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo,
dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: “¡Ábrete!”. Se abrieron
sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba
correctamente. Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se
lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y
decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
(Mc 7,31-37)
Comentario
Hoy, la liturgia nos lleva a la contemplación de la
curación de un hombre «sordo que, además, hablaba con dificultad» (Mc 7,32).
Como en muchas otras ocasiones (el ciego de Betsaida, el ciego de Jerusalén,
etc.), el Señor acompaña el milagro con una serie de gestos externos. Los
Padres de la Iglesia ven resaltada en este hecho la participación mediadora de
la Humanidad de Cristo en sus milagros. Una mediación que se realiza en una
doble dirección: por un lado, el “abajamiento” y la cercanía del Verbo
encarnado hacia nosotros (el toque de sus dedos, la profundidad de su mirada,
su voz dulce y próxima); por otro lado, el intento de despertar en el hombre la
confianza, la fe y la conversión del corazón.
En efecto, las curaciones de los enfermos que Jesús
realiza van más mucho allá que el mero paliar el dolor o devolver la salud. Se
dirigen a conseguir en los que Él ama la ruptura con la ceguera, la sordera o
la inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en último término, una verdadera
comunión de fe y de amor.
Al mismo tiempo vemos cómo la reacción agradecida de los
receptores del don divino es la de proclamar la misericordia de Dios: «Cuanto
más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban» (Mc 7,36). Dan testimonio
del don divino, experimentan con hondura su misericordia y se llenan de una
profunda y genuina gratitud.
También para todos nosotros es de una importancia
decisiva el sabernos y sentirnos amados por Dios, la certeza de ser objeto de
su misericordia infinita. Éste es el gran motor de la generosidad y el amor que
Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este descubrimiento ha de
realizarse en nosotros. A veces será la experiencia intensa y repentina del
milagro y, más frecuentemente, el paulatino descubrimiento de que toda nuestra
vida es un milagro de amor. En todo caso, es preciso que se den las condiciones
de la conciencia de nuestra indigencia, una verdadera humildad y la capacidad
de escuchar reflexivamente la voz de Dios.
Rev. D. Óscar MAIXÉ i Altés (Roma, Italia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡Gracias por participar comentando! Por favor, no te olvides de incluir tu nombre y ciudad de residencia al finalizar tu comentario.