En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos hacia los
pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus
discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Ellos le dijeron: «Unos,
que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas». Y Él
les preguntaba: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le contesta: «Tú
eres el Cristo».
Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de
Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser
reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y
resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte,
Pedro, se puso a reprenderle. Pero Él, volviéndose y mirando a sus discípulos,
reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus
pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les
dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su
vida por mí y por el Evangelio, la salvará».
(Mc 8,27-35)
Comentario
Hoy día nos encontramos con situaciones similares a la
descrita en este pasaje evangélico. Si, ahora mismo, Dios nos preguntara
«¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27), tendríamos que informarle
acerca de todo tipo de respuestas, incluso pintorescas. Bastaría con echar una
ojeada a lo que se ventila y airea en los más variados medios de comunicación.
Sólo que… ya han pasado más de veinte siglos de “tiempo de la Iglesia”. Después
de tantos años, nos dolemos y —con santa Faustina— nos quejamos ante Jesús:
«¿Por qué es tan pequeño el número de los que Te conocen?».
Jesús, en aquella ocasión de la confesión de fe hecha por
Simón Pedro, «les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él» (Mc
8,30). Su condición mesiánica debía ser transmitida al pueblo judío con una
pedagogía progresiva. Más tarde llegaría el momento cumbre en que Jesucristo
declararía —de una vez para siempre— que Él era el Mesías: «Yo soy» (Lc 22,70).
Desde entonces, ya no hay excusa para no declararle ni reconocerle como el Hijo
de Dios venido al mundo por nuestra salvación. Más aun: todos los bautizados
tenemos ese gozoso deber “sacerdotal” de predicar el Evangelio por todo el
mundo y a toda criatura (cf. Mc 16,15). Esta llamada a la predicación de la
Buena Nueva es tanto más urgente si tenemos en cuenta que acerca de Él se
siguen profiriendo todo tipo de opiniones equivocadas, incluso blasfemas.
Pero el anuncio de su mesianidad y del advenimiento de su
Reino pasa por la Cruz. En efecto, Jesucristo «comenzó a enseñarles que el Hijo
del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31), y el Catecismo nos recuerda que «la
Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de
los consuelos de Dios» (n. 769). He aquí, pues, el camino para seguir a Cristo
y darlo a conocer: «Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y
sígame» (Mc 8,34).
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès,
Barcelona, España)
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