Homilía de Benedicto XVI en la misa de clausura del EMF
2012
Queridos hermanos y hermanas:
Es un gran momento de alegría y comunión el que vivimos
esta mañana, con la celebración del sacrificio eucarístico. Una gran asamblea,
reunida con el Sucesor de Pedro, formada por fieles de muchas naciones. Es una
imagen expresiva de la Iglesia, una y universal, fundada por Cristo y fruto de
aquella misión que, como hemos escuchado en el evangelio, Jesús confió a sus
apóstoles: Ir y hacer discípulos a todos los pueblos, «bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 18-19).
Saludo con afecto y reconocimiento al Cardenal Angelo
Scola, Arzobispo de Milán, y al Cardenal Ennio Antonelli, Presidente del
Pontificio Consejo para la Familia, artífices principales de este VII Encuentro
Mundial de las Familias, así como a sus colaboradores, a los obispos auxiliares
de Milán y a los demás obispos. Saludo con alegría a todas las autoridades
presentes. Mi abrazo cordial va dirigido sobre todo a vosotras, queridas
familias. Gracias por vuestra participación.
En la segunda lectura, el apóstol Pablo nos ha recordado
que en el bautismo hemos recibido el Espíritu Santo, que nos une a Cristo como
hermanos y como hijos nos relaciona con el Padre, de tal manera que podemos
gritar: «¡Abba, Padre!» (cf. Rm 8, 15.17). En aquel momento se nos dio un
germen de vida nueva, divina, que hay que desarrollar hasta su cumplimiento
definitivo en la gloria celestial; hemos sido hechos miembros de la Iglesia, la
familia de Dios, «sacrarium Trinitatis», según la define san Ambrosio, pueblo
que, como dice el Concilio Vaticano II, aparece «unido por la unidad del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo» (Const. Lumen gentium, 4). La solemnidad
litúrgica de la Santísima Trinidad, que celebramos hoy, nos invita a contemplar
ese misterio, pero nos impulsa también al compromiso de vivir la comunión con
Dios y entre nosotros según el modelo de la Trinidad. Estamos llamados a acoger
y transmitir de modo concorde las verdades de la fe; a vivir el amor recíproco
y hacia todos, compartiendo gozos y sufrimientos, aprendiendo a pedir y
conceder el perdón, valorando los diferentes carismas bajo la guía de los
pastores. En una palabra, se nos ha confiado la tarea de edificar comunidades
eclesiales que sean cada vez más una familia, capaces de reflejar la belleza de
la Trinidad y de evangelizar no sólo con la palabra. Más bien diría por
«irradiación», con la fuerza del amor vivido.
La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y
la mujer, está también llamada al igual que la Iglesia a ser imagen del Dios
Único en Tres Personas. Al principio, en efecto, «creó Dios al hombre a su
imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios,
y les dijo: “Creced, multiplicaos”» (Gn 1, 27-28). Dios creó el ser humano
hombre y mujer, con la misma dignidad, pero también con características propias
y complementarias, para que los dos fueran un don el uno para el otro, se
valoraran recíprocamente y realizaran una comunidad de amor y de vida. El amor
es lo que hace de la persona humana la auténtica imagen de Dios. Queridos
esposos, viviendo el matrimonio no os dais cualquier cosa o actividad, sino la
vida entera. Y vuestro amor es fecundo, en primer lugar, para vosotros mismos,
porque deseáis y realizáis el bien el uno al otro, experimentando la alegría
del recibir y del dar. Es fecundo también en la procreación, generosa y
responsable, de los hijos, en el cuidado esmerado de ellos y en la educación
metódica y sabia. Es fecundo, en fin, para la sociedad, porque la vida familiar
es la primera e insustituible escuela de virtudes sociales, como el respeto de
las personas, la gratuidad, la confianza, la responsabilidad, la solidaridad,
la cooperación. Queridos esposos, cuidad a vuestros hijos y, en un mundo
dominado por la técnica, transmitidles, con serenidad y confianza, razones para
vivir, la fuerza de la fe, planteándoles metas altas y sosteniéndolos en las
debilidades. Pero también vosotros, hijos, procurad mantener siempre una
relación de afecto profundo y de cuidado diligente hacia vuestros padres, y
también que las relaciones entre hermanos y hermanas sean una oportunidad para
crecer en el amor.
El proyecto de Dios sobre la pareja humana encuentra su
plenitud en Jesucristo, que elevó el matrimonio a sacramento. Queridos esposos,
Cristo, con un don especial del Espíritu Santo, os hace partícipes de su amor
esponsal, haciéndoos signo de su amor por la Iglesia: un amor fiel y total. Si,
con la fuerza que viene de la gracia del sacramento, sabéis acoger este don,
renovando cada día, con fe, vuestro «sí», también vuestra familia vivirá del
amor de Dios, según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret. Queridas
familias, pedid con frecuencia en la oración la ayuda de la Virgen María y de
san José, para que os enseñen a acoger el amor de Dios como ellos lo acogieron.
Vuestra vocación no es fácil de vivir, especialmente hoy, pero el amor es una
realidad maravillosa, es la única fuerza que puede verdaderamente transformar
el mundo. Ante vosotros está el testimonio de tantas familias, que señalan los
caminos para crecer en el amor: mantener una relación constante con Dios y
participar en la vida eclesial, cultivar el diálogo, respetar el punto de vista
del otro, estar dispuestos a servir, tener paciencia con los defectos de los
demás, saber perdonar y pedir perdón, superar con inteligencia y humildad los
posibles conflictos, acordar las orientaciones educativas, estar abiertos a las
demás familias, atentos con los pobres, responsables en la sociedad civil.
Todos estos elementos construyen la familia. Vividlos con
valentía, con la seguridad de que en la medida en que viváis el amor recíproco
y hacia todos, con la ayuda de la gracia divina, os convertiréis en evangelio
vivo, una verdadera Iglesia doméstica (cf. Exh. ap. Familiaris consortio, 49).
Quisiera dirigir unas palabras también a los fieles que, aun compartiendo las
enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, están marcados por las experiencias
dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que el Papa y la Iglesia os
sostienen en vuestra dificultad. Os animo a permanecer unidos a vuestras
comunidades, al mismo tiempo que espero que las diócesis pongan en marcha
adecuadas iniciativas de acogida y cercanía.
En el libro del Génesis, Dios confía su creación a la
pareja humana, para que la guarde, la cultive, la encamine según su proyecto
(cf. 1,27-28; 2,15). En esta indicación podemos comprender la tarea del hombre
y la mujer como colaboradores de Dios para transformar el mundo, a través del
trabajo, la ciencia y la técnica. El hombre y la mujer son imagen de Dios
también en esta obra preciosa, que han de cumplir con el mismo amor del
Creador. Vemos que, en las modernas teorías económicas, prevalece con
frecuencia una concepción utilitarista del trabajo, la producción y el mercado.
El proyecto de Dios y la experiencia misma muestran, sin embargo, que no es la
lógica unilateral del provecho propio y del máximo beneficio lo que contribuye
a un desarrollo armónico, al bien de la familia y a edificar una sociedad más
justa, ya que supone una competencia exasperada, fuertes desigualdades, degradación
del medio ambiente, carrera consumista, pobreza en las familias. Es más, la
mentalidad utilitarista tiende a extenderse también a las relaciones
interpersonales y familiares, reduciéndolas a simples convergencias precarias
de intereses individuales y minando la solidez del tejido social.
Un último elemento. El hombre, en cuanto imagen de Dios,
está también llamado al descanso y a la fiesta. El relato de la creación
concluye con estas palabras: «Y habiendo concluido el día séptimo la obra que
había hecho, descansó el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y bendijo
Dios el día séptimo y lo consagró» (Gn 2,2-3). Para nosotros, cristianos, el
día de fiesta es el domingo, día del Señor, pascua semanal. Es el día de la
Iglesia, asamblea convocada por el Señor alrededor de la mesa de la palabra y
del sacrificio eucarístico, como estamos haciendo hoy, para alimentarnos de él,
entrar en su amor y vivir de su amor. Es el día del hombre y de sus valores:
convivialidad, amistad, solidaridad, cultura, contacto con la naturaleza,
juego, deporte. Es el día de la familia, en el que se vive juntos el sentido de
la fiesta, del encuentro, del compartir, también en la participación de la
santa Misa.
Queridas familias, a pesar del ritmo frenético de nuestra
época, no perdáis el sentido del día del Señor. Es como el oasis en el que
detenerse para saborear la alegría del encuentro y calmar nuestra sed de Dios.
Familia, trabajo, fiesta: tres dones de Dios, tres
dimensiones de nuestra existencia que han de encontrar un equilibrio armónico.
Armonizar el tiempo del trabajo y las exigencias de la familia, la profesión y
la maternidad, el trabajo y la fiesta, es importante para construir una
sociedad de rostro humano. A este respecto, privilegiad siempre la lógica del ser
respecto a la del tener: la primera construye, la segunda termina por destruir.
Es necesario aprender, antes de nada en familia, a creer en el amor auténtico,
el que viene de Dios y nos une a él y precisamente por eso «nos transforma en
un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa,
hasta que al final Dios sea “todo para todos” (1 Co 15,28)» (Enc. Deus caritas
est, 18). Amén.
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