En aquel tiempo, los once discípulos marcharon a Galilea,
al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin
embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Me ha sido dado todo
poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y
enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo».
(Mt 28,16-20)
Comentario
Hoy, la liturgia nos invita a adorar a la Trinidad
Santísima, nuestro Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un solo Dios en
tres Personas, en el nombre del cual hemos sido bautizados. Por la gracia del
Bautismo estamos llamados a tener parte en la vida de la Santísima Trinidad
aquí abajo, en la oscuridad de la fe, y, después de la muerte, en la vida
eterna. Por el Sacramento del Bautismo hemos sido hechos partícipes de la vida
divina, llegando a ser hijos del Padre Dios, hermanos en Cristo y templos del
Espíritu Santo. En el Bautismo ha comenzado nuestra vida cristiana, recibiendo
la vocación a la santidad. El Bautismo nos hace pertenecer a Aquel que es por
excelencia el Santo, el «tres veces santo» (cf. Is 6,3).
El don de la santidad recibido en el Bautismo pide la
fidelidad a una tarea de conversión evangélica que ha de dirigir siempre toda
la vida de los hijos de Dios: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra
santificación» (1Tes 4,3). Es un compromiso que afecta a todos los bautizados.
«Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Concilio
Vaticano II, Lumen gentium, n. 40).
Si nuestro Bautismo fue una verdadera entrada en la
santidad de Dios, no podemos contentarnos con una vida cristiana mediocre,
rutinaria y superficial. Estamos llamados a la perfección en el amor, ya que el
Bautismo nos ha introducido en la vida y en la intimidad del amor de Dios.
Con profundo agradecimiento por el designio benévolo de
nuestro Dios, que nos ha llamado a participar en su vida de amor, adorémosle y
alabémosle hoy y siempre. «Bendito sea Dios Padre, y su único Hijo, y el
Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros» (Antífona de entrada
de la misa).
Mons. F. Xavier CIURANETA i Aymí Obispo Emérito de Lleida
(Lleida, España)
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