El Santo Padre,
continuando su nuevo ciclo de catequesis sobre los Mandamientos ha centrado
esta vez su atención sobre el tema: “El amor de Dios precede la ley y le da
significado” (pasaje bíblico: Deuteronomio 4, 32-35).
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
Esta audiencia será
como la del miércoles pasado. En el Aula Pablo VI hay tantos enfermos para que estén mejor, para que estuvieran más
cómodos. Pero seguirán la audiencia con la pantalla gigante y también ellos con
nosotros; es decir no hay dos audiencias. Hay una sola. Saludemos a los
enfermos del Aula Pablo VI. Y sigamos hablando de los mandamientos que, como
dijimos, más que mandamientos son las palabras de Dios a su pueblo para que
camine bien: palabras amorosas de un Padre.
Las diez Palabras
empiezan así: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto,
de la casa de servidumbre” (Ex 20: 2). Este comienzo sonaría extraño con las
leyes verdaderas y propias que siguen. Pero no es así.
¿Por qué esta
proclamación que Dios hace de sí mismo y de la liberación? Porque se llega al
Monte Sinaí después de atravesar el Mar Rojo: el Dios de Israel primero salva,
luego pide confianza. [1] Es decir: el Decálogo comienza con la generosidad de
Dios. Dios no pide nunca sin haber dado antes. Nunca. Primero salva, después
da, luego pide. Así es nuestro Padre, Dios bueno.
Y entendemos la
importancia de la primera declaración: “Yo soy el Señor tu Dios”. Hay un
posesivo, hay una relación, una pertenencia mutua. Dios no es un extraño: es tu
Dios. [2] Esto ilumina todo el Decálogo y también revela el secreto de la
acción cristiana, porque es la misma actitud de Jesús que dice: “Como el Padre
me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn 15, 9). Cristo es el amado del
Padre y nos ama con ese amor. Él no comienza desde sí mismo, sino desde el
Padre. A menudo nuestras obras fracasan porque partimos de nosotros mismos y no
de la gratitud. Y quién empieza por sí mismo: ¿Dónde llega? ¡Llega a sí mismo!
Es incapaz de hacer camino, vuelve a sí mismo. Es precisamente esa actitud
egoísta que la gente bromeando dice: “Esa persona es yo, mí, me, conmigo”. Sale
de sí mismo y vuelve a sí mismo.
La vida cristiana es,
ante todo, la respuesta agradecida a un Padre generoso. Los cristianos que solo
siguen “deberes” denotan que no tienen una experiencia personal de ese Dios que
es “nuestro”. Yo debo hacer esto, eso y
lo otro… Solamente deberes. ¡Pero te falta algo! ¿Cuál es el fundamento de este
deber? El fundamento de este deber es el amor de Dios Padre, que primero da y
luego manda. Anteponer la ley a la relación no ayuda al camino de la fe. ¿Cómo
puede un joven desear ser cristiano, si partimos de obligaciones, compromisos,
coherencias y no de la liberación? ¡Pero ser cristiano es un camino de
liberación! Los mandamientos te liberan de tu egoísmo y te liberan porque el
amor de Dios te lleva hacia delante. La formación cristiana no se basa en la
fuerza de voluntad, sino en la aceptación de la salvación, en dejarse amar:
primero el Mar Rojo, luego el Monte Sinaí. Primero la salvación: Dios salva a
su pueblo en el Mar Rojo, después en el Sinaí le dice lo que tiene que hacer.
Pero ese pueblo sabe que hace esas cosas porque ha sido salvado por un Padre
que lo ama.
La gratitud es un
rasgo característico del corazón visitado por el Espíritu Santo; para obedecer
a Dios, primero debemos recordar sus beneficios. San Basilio dice: “Quien no
deja que esos beneficios caigan en el olvido, está orientado hacia la buena
virtud y hacia toda obra de la justicia” (Reglas breves, 56). ¿A dónde nos
lleva todo esto? A ejercitar la memoria: [3] ¡Cuántas cosas bellas ha hecho
Dios por cada uno de nosotros! ¡Qué generoso es nuestro Padre Celestial! Ahora
me gustaría proponeros un pequeño ejercicio: que cada uno, en silencio,
responda para sí. ¿Cuántas cosas hermosas ha hecho Dios por mí? Esta es la
pregunta. En silencio cada uno de nosotros responda. ¿Cuántas cosas hermosas ha
hecho Dios por mí? Y esta es la liberación de Dios. Dios hace tantas cosas
bellas y nos libera.
Y sin embargo, alguno
puede sentir que aún no ha tenido una verdadera experiencia de la liberación de
Dios. Puede suceder. Podría ser que uno mire en su interno y encuentre solo
sentido del deber, una espiritualidad de siervos y no de hijos. ¿Qué hacer en
este caso? Lo que hizo el pueblo elegido. Dice el libro del Éxodo: “Los
israelitas, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor que brotaba del
fondo de su esclavitud, subió a Dios. Oyó Dios sus gemidos y acordóse Dios de
su alianza con Abraham, Isaac y Jacob… Y miró Dios a los hijos de Israel y
conoció”(Ex 2,23-25). Dios piensa en mí.
La acción liberadora
de Dios al comienzo del Decálogo – es decir, de los Mandamientos- es la
respuesta a este lamento. No nos salvamos solos, pero de nosotros puede salir
un grito de ayuda: “Señor, sálvame, Señor enséñame el camino, Señor,
acaríciame, Señor, dame un poco de alegría”. Esto es un grito que pide ayuda.
Esto depende de nosotros: pedir que nos liberen del egoísmo, del pecado, de las
cadenas de la esclavitud. Este grito es importante, es oración, es conciencia
de lo que todavía está oprimido y no liberado en nosotros. Hay tantas cosas que
no han sido liberadas en nuestra alma, “Sálvame, ayúdame, libérame”. Esta es una
hermosa oración al Señor. Dios espera ese grito porque puede y quiere romper
nuestras cadenas; Dios no nos ha llamado a la vida para estar oprimido, sino
para ser libres y vivir con gratitud, obedeciendo con alegría a Aquel que nos
ha dado tanto, infinitamente más de lo que nosotros podremos darle. Es hermoso
esto ¡Que Dios sea siempre bendito por todo lo que ha hecho, lo que hace y lo
que hará en nosotros!
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