VATICANO, 24 Oct. (ACI).- Al terminar esta tarde los trabajos del Sínodo de los Obispos sobre la
Familia, el Papa Francisco pronunció el discurso conclusivo ante los padres
sinodales, los auditores y delegados fraternos. A continuación el texto
completo de su alocución en el Aula del Sínodo en el Vaticano:
Queridas Beatitudes, eminencias, excelencias,
Queridos hermanos y hermanas:
Quisiera ante todo agradecer al Señor que ha guiado nuestro
camino sinodal en estos años con el Espíritu Santo, que nunca deja a la Iglesia
sin su apoyo.
Agradezco de corazón al Cardenal Lorenzo Baldisseri,
Secretario General del Sínodo, a Monseñor Fabio Fabene, Subsecretario, y
también al Relator, el Cardenal Peter Erdo, y al Secretario especial, Monseñor
Bruno Forte, a los Presidentes delegados, a los escritores, consultores,
traductores y a todos los que han trabajado incansablemente y con total
dedicación a la Iglesia: gracias de corazón.
Agradezco a todos ustedes, queridos Padres Sinodales,
delegados fraternos, auditores y auditoras, asesores, párrocos y familias por
su participación activa y fructuosa.
Doy las gracias igualmente a los que han trabajado de
manera anónima y en silencio, contribuyendo generosamente a los trabajos de
este Sínodo.
Les aseguro mi plegaria para que el Señor los recompense
con la abundancia de sus dones de gracia.
Mientras seguía los trabajos del Sínodo, me he
preguntado: ¿Qué significará para la Iglesia concluir este Sínodo dedicado a la
familia?
Ciertamente no significa haber concluido con todos los
temas inherentes a la familia, sino que ha tratado de iluminarlos con la luz
del Evangelio, de la Tradición y de la historia milenaria de la Iglesia,
infundiendo en ellos el gozo de la esperanza sin caer en la cómoda repetición
de lo que es indiscutible o ya se ha dicho.
Seguramente no significa que se hayan encontrado
soluciones exhaustivas a todas las dificultades y dudas que desafían y amenazan
a la familia, sino que se han puesto dichas dificultades y dudas a la luz de la
fe, se han examinado atentamente, se han afrontado sin miedo y sin esconder la
cabeza bajo tierra.
Significa haber instado a todos a comprender la
importancia de la institución de la familia y del matrimonio entre un hombre y
una mujer, fundado sobre la unidad y la indisolubilidad, y apreciarla como la
base fundamental de la sociedad y de la vida humana.
Significa haber escuchado y hecho escuchar las voces de
las familias y de los pastores de la Iglesia que han venido a Roma de todas
partes del mundo trayendo sobre sus hombros las cargas y las esperanzas, la
riqueza y los desafíos de las familias.
Significa haber dado prueba de la vivacidad de la Iglesia
católica, que no tiene miedo de sacudir las conciencias anestesiadas o de
ensuciarse las manos discutiendo animadamente y con franqueza sobre la familia.
Significa haber tratado de ver y leer la realidad o,
mejor dicho, las realidades de hoy con los ojos de Dios, para encender e
iluminar con la llama de la fe los corazones de los hombres, en un momento
histórico de desaliento y de crisis social, económica, moral y de predominio de
la negatividad.
Significa haber dado testimonio a todos de que el
Evangelio sigue siendo para la Iglesia una fuente viva de eterna novedad,
contra quien quiere «adoctrinarlo» en piedras muertas para lanzarlas contra los
demás.
Significa haber puesto al descubierto a los corazones
cerrados, que a menudo se esconden incluso dentro de las enseñanzas de la
Iglesia o detrás de las buenas intenciones para sentarse en la cátedra de
Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos
difíciles y las familias heridas.
Significa haber afirmado que la Iglesia es Iglesia de los
pobres de espíritu y de los pecadores en busca de perdón, y no sólo de los
justos y de los santos, o mejor dicho, de los justos y de los santos cuando se
sienten pobres y pecadores.
Significa haber intentado abrir los horizontes para
superar toda hermenéutica conspiradora o un cierre de perspectivas para
defender y difundir la libertad de los hijos de Dios, para transmitir la
belleza de la novedad cristiana, a veces cubierta por la herrumbre de un
lenguaje arcaico o simplemente incomprensible.
En el curso de este Sínodo, las distintas opiniones que
se han expresado libremente –y por desgracia a veces con métodos no del todo
benévolos– han enriquecido y animado sin duda el diálogo, ofreciendo una imagen
viva de una Iglesia que no utiliza «módulos impresos», sino que toma de la
fuente inagotable de su fe agua viva para refrescar los corazones resecos (1).
Y –más allá de las cuestiones dogmáticas claramente
definidas por el Magisterio de la Iglesia– hemos visto también que lo que
parece normal para un obispo de un continente, puede resultar extraño, casi como
un escándalo, para el obispo de otro continente; lo que se considera violación
de un derecho en una sociedad, puede ser un precepto obvio e intangible en
otra; lo que para algunos es libertad de conciencia, para otros puede parecer
simplemente confusión. En realidad, las culturas son muy diferentes entre sí y
todo principio general necesita ser inculturado si quiere ser observado y
aplicado (2). El Sínodo de 1985, que celebraba el vigésimo aniversario de la
clausura del Concilio Vaticano II, habló de la inculturación como «una íntima
transformación de los auténticos valores culturales por su integración en el
cristianismo y la radicación del cristianismo en todas las culturas humanas» (3).
La inculturación no debilita los valores verdaderos, sino
que muestra su verdadera fuerza y su autenticidad, porque se adaptan sin
mutarse, es más, trasforman pacíficamente y gradualmente las diversas culturas (4).
Hemos visto, también a través de la riqueza de nuestra
diversidad, que el desafío que tenemos ante nosotros es siempre el mismo:
anunciar el Evangelio al hombre de hoy, defendiendo a la familia de todos los
ataques ideológicos e individualistas.
Y, sin caer nunca en el peligro del relativismo o de
demonizar a los otros, hemos tratado de abrazar plena y valientemente la bondad
y la misericordia de Dios, que sobrepasa nuestros cálculos humanos y que no
quiere más que «todos los hombres se salven» (1 Tm 2,4), para introducir y
vivir este Sínodo en el contexto del Año Extraordinario de la Misericordia que
la Iglesia está llamada a vivir.
Queridos Hermanos, la experiencia del Sínodo también nos
ha hecho comprender mejor que los verdaderos defensores de la doctrina no son
los que defienden la letra sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no
las fórmulas sino la gratuidad del amor de Dios y de su perdón. Esto no
significa en modo alguno disminuir la importancia de las fórmulas, de las leyes
y de los mandamientos divinos, sino exaltar la grandeza del verdadero Dios que
no nos trata según nuestros méritos, ni tampoco conforme a nuestras obras, sino
únicamente según la generosidad sin límites de su misericordia (cf. Rm 3,21-30;
Sal 129; Lc 11,37-54). Significa superar las tentaciones constantes del hermano
mayor (cf. Lc 15,25-32) y de los obreros celosos (cf. Mt 20,1-16). Más aún,
significa valorar más las leyes y los mandamientos, creados para el hombre y no
al contrario (cf. Mc 2,27).
En este sentido, el arrepentimiento debido, las obras y
los esfuerzos humanos adquieren un sentido más profundo, no como precio de la
invendible salvación, realizada por Cristo en la cruz gratuitamente, sino como
respuesta a Aquel que nos amó primero y nos salvó con el precio de su sangre
inocente, cuando aún estábamos sin fuerzas (cf. Rm 5,6).
El primer deber de la Iglesia no es distribuir condenas o
anatemas sino proclamar la misericordia de Dios, de llamar a la conversión y de
conducir a todos los hombres a la salvación del Señor (cf. Jn 12,44-50).
El beato Pablo VI decía con espléndidas palabras:
«Podemos pensar que nuestro pecado o alejamiento de Dios enciende en él una
llama de amor más intenso, un deseo de devolvernos y reinsertarnos en su plan
de salvación [...]. En Cristo, Dios se revela infinitamente bueno [...]. Dios
es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios es –digámoslo llorando- bueno con
nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce, inspira y espera. Él será feliz
–si puede decirse así– el día en que nosotros queramos regresar y decir:
“Señor, en tu bondad, perdóname. He aquí, pues, que nuestro arrepentimiento se
convierte en la alegría de Dios» (5).
También san Juan Pablo II dijo que «la Iglesia vive una
vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia [...] y cuando acerca
a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es
depositaria y dispensadora» (6).
Y el Papa Benedicto XVI decía: «La misericordia es el
núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios [...] Todo lo
que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene para
con el hombre. Cuando la Iglesia debe recordar una verdad olvidada, o un bien
traicionado, lo hace siempre impulsada por el amor misericordioso, para que los
hombres tengan vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10,10)» (7).
En este sentido, y mediante este tiempo de gracia que la
Iglesia ha vivido, hablado y discutido sobre la familia, nos sentimos
enriquecidos mutuamente; y muchos de nosotros hemos experimentado la acción del
Espíritu Santo, que es el verdadero protagonista y artífice del Sínodo. Para
todos nosotros, la palabra «familia» no suena lo mismo que antes, hasta el
punto que en ella encontramos la síntesis de su vocación y el significado de
todo el camino sinodal (8).
Para la Iglesia, en realidad, concluir el Sínodo
significa volver verdaderamente a «caminar juntos» para llevar a todas las
partes del mundo, a cada Diócesis, a cada comunidad y a cada situación la luz
del Evangelio, el abrazo de la Iglesia y el amparo de la misericordia de Dios.
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1 Cf. Carta al Gran
Canciller de la Pontificia Universidad Católica Argentina en el centenario de
la Facultad de Teología (3 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 13 marzo 2015, p. 13..
2 Cf. PONTIFICIA COMISIÓN
BÍBLICA, Fe y cultura a la luz de la biblia. Actas de la Sesión plenaria 1979
de la Pontificia Comisión Bíb lica; CONC. ECUM. VAT. II, Cost. Past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 44.
3 Relación final (7 diciembre
1985): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 diciembre 1985,
p. 14.
4 «En virtud de su misión
pastoral, la Iglesia debe mantenerse siempre atenta a los cambios históricos y
a la evolución de la mentalidad. Claro, no para someterse a ellos, sino para
superar los obstáculos que se pueden oponer a la acogida de sus consejos y sus
directrices»: Entrevista al Card. Georges Cottier, Civiltà Cattolica, 8 agosto
2015, p. 272.
5 Homilía (23 junio 1968):
Insegnamenti, VI (1968), 1176-1178.
6 Cart. Enc. Dives in
misericordia (30 noviembre 1980), 13. Dijo también: «En el misterio Pascual
[...] Dios se muestra como es: un Padre de infinita ternura, que no se rinde
frente a la ingratitud de sus hijos, y que siempre está dispuesto a perdonar», Regina
coeli (23 abril 1995): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 28
abril 1995, p. 1; y describe la resistencia a la misericordia diciendo: «La
mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado,
parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida
y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el
concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre»,
Cart. Enc. Dives in misericordia (30 noviembre 1980), 2.
7 Regina coeli (30 marzo
2008): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 4 abril 2008, p.
1. Y hablando del poder de la misericordia afirma: «Es la misericordia la que
pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de
Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor», Homilía durante la santa
misa en el Domingo de la divina Misericordia (15 abril 2007): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 20 abril 2007, p. 3.
8 Un análisis acróstico de
la palabra «familia» [en italiano f-a-m-i-g-l-i-a] nos ayuda a resumir la
misión de la Iglesia en la tarea de:
Formar a las nuevas
generaciones para que vivan seriamente el amor, no con la pretensión
individualista basada sólo en el placer y en el «usar y tirar», sino para que
crean nuevamente en el amor auténtico, fértil y perpetuo, como la única manera
de salir de sí mismos; para abrirse al otro, para ahuyentar la soledad, para
vivir la voluntad de Dios; para realizarse plenamente, para comprender que el
matrimonio es el «espacio en el cual se manifiestan el amor divino; para
defender la sacralidad de la vida, de toda vida; para defender la unidad y la
indisolubilidad del vínculo conyugal como signo de la gracia de Dios y de la
capacidad del hombre de amar en serio» (Homilía en la Santa Misa de apertura de
la XIV Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, XXVII Domingo del
Tiempo Ordinario, 4 octubre 2015: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española, 9 octubre 2015, p. 4; y para valorar los cursos prematrimoniales como
oportunidad para profundizar el sentido cristiano del sacramento del
matrimonio.
Andar hacia los demás,
porque una Iglesia cerrada en sí misma es una Iglesia muerta. Una Iglesia que
no sale de su propio recinto para buscar, para acoger y guiar a todos hacía
Cristo es una Iglesia que traiciona su misión y su vocación.
Manifestar y difundir la
misericordia de Dios a las familias necesitadas, a las personas abandonadas; a
los ancianos olvidados; a los hijos heridos por la separación de sus padres, a
las familias pobres que luchan por sobrevivir, a los pecadores que llaman a
nuestra puerta y a los alejados, a los diversamente capacitados, a todos los
que se sienten lacerados en el alma y en el cuerpo, a las parejas desgarradas
por el dolor, la enfermedad, la muerte o la persecución.
Iluminar las conciencias, a
menudo asediadas por dinámicas nocivas y sutiles, que pretenden incluso ocupar
el lugar de Dios creador. Estas dinámicas deben de ser desenmascaradas y combatidas
en el pleno respeto de la dignidad de toda persona humana.
Ganar y reconstruir con
humildad la confianza en la Iglesia, seriamente disminuida a causa de las
conductas y los pecados de sus propios hijos. Por desgracia, el antitestimonio
y los escándalos en la Iglesia cometidos por algunos clérigos han afectado a su
credibilidad y han oscurecido el fulgor de su mensaje de salvación.
Laborar para apoyar y
animar a las familias sanas, las familias fieles, las familias numerosas que,
no obstante las dificultades de cada día, dan cotidianamente un gran testimonio
de fidelidad a los mandamientos del Señor y a las enseñanzas de la Iglesia.
Idear una pastoral familiar
renovada que se base en el Evangelio y respete las diferencias culturales. Una
pastoral capaz de transmitir la Buena Noticia con un lenguaje atractivo y
alegre, y que quite el miedo del corazón de los jóvenes para que asuman
compromisos definitivos. Una pastoral que preste particular atención a los
hijos, que son las verdaderas víctimas de las laceraciones familiares. Una
pastoral innovadora que consiga una preparación adecuada para el sacramento del
matrimonio y abandone la práctica actual que a menudo se preocupa más por las
apariencias y las formalidades que por educar a un compromiso que dure toda la
vida.
Amar incondicionalmente a
todas las familias y, en particular, a las pasan dificultades. Ninguna familia
debe sentirse sola o excluida del amor o del amparo de la Iglesia. El verdadero
escándalo es el miedo a amar y manifestar concretamente este amor.
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