Hoy,
jueves posterior a la solemnidad de Pentecostés, celebramos la fiesta de
Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.
Esta festividad
ha de ser para todos los católicos un día intensamente sacerdotal. Un día para
amar el sacerdocio de Jesucristo prolongado en sus ministros. Para agradecer a
Cristo este don inestimable. Ha de ser una jornada de santidad sacerdotal que
nos reúna a todos: pastores y seglares, con un solo corazón y una sola alma,
para pedir muchos y santos sacerdotes.
Y ha de
ser un día para agradecer a los sacerdotes su entrega absoluta. El sacerdote
actúa en la persona de Cristo... Perdona con el perdón de Dios, lleva su
Palabra que se encarna en su propia palabra, perpetúa la presencia real de
Cristo entre nosotros... Consideremos el peso de la dignidad divina que lleva
dentro. ¡Cuántas veces no habremos ayudado a tal o cual sacerdote a superarse!
¡Cuántas lo habremos hundido más aún en el aislamiento, con la incomprensión y
la maledicencia!
Mediante
el bautismo, todos hemos sido configurados con Cristo Profeta, Sacerdote y Rey.
Nuestra vida es sacerdotal en la medida en que, unida a la suya, se convierte
en una completa oblación al Padre.
Es momento
de hablar con valentía de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una
forma de vida espléndida y privilegiada, porque se funda en la Palabra
irrevocable de Dios. Porque el sacerdote está al servicio de todos los hombres.
Y porque -parafraseando al cardenal Juan M. Lustiger- su acción no tiene por
límite su propia capacidad de obrar, sino que se inscribe en la acción de Dios
que obra a través de él.
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