VATICANO, 18 Oct. 14 / 09:40 am (ACI).- El Sínodo
Extraordinario de los Obispos sobre la Familia, convocado por el Papa Francisco
y realizado desde el 5 de octubre, presentó hoy el “Mensaje de la Asamblea del
Sínodo sobre los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la
evangelización”, en el que abordan las dificultades que afrontan las familias y
el papel de la Iglesia en su evangelización.
En la conferencia de prensa realizada hoy para presentar
el mensaje, el Arzobispo de Aparecida (Brasil), Cardenal Raymundo Damasceno
Assis, reiteró que la conclusión del Sínodo Extraordinario de los Obispos sobre
la Familia es solo una etapa, que se completará con la celebración, el próximo
año, del Sínodo Ordinario de los Obispos sobre la Familia. Tras este, se espera
que el Papa Francisco publique una Exhortación Post Sinodal.
A continuación el texto completo del mensaje, difundido
por la Oficina de Prensa de la Santa Sede:
Los Padres Sinodales, reunidos en Roma junto al Papa
Francisco en la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, nos
dirigimos a todas las familias de los distintos continentes y en particular a
aquellas que siguen a Cristo, que es camino, verdad y vida. Manifestamos
nuestra admiración y gratitud por el testimonio cotidiano que ofrecen a la
Iglesia y al mundo con su fidelidad, su fe, su esperanza y su amor.
Nosotros, pastores de la Iglesia, también nacimos y
crecimos en familias con las más diversas historias y desafíos. Como sacerdotes
y obispos nos encontramos y vivimos junto a familias que, con sus palabras y
sus acciones, nos mostraron una larga serie
de esplendores y también de dificultades.
La misma preparación de esta asamblea sinodal, a partir
de las respuestas al cuestionario enviado a las Iglesias de todo el mundo, nos
permitió escuchar la voz de tantas experiencias familiares. Después, nuestro
diálogo durante los días del Sínodo nos ha enriquecido recíprocamente,
ayudándonos a contemplar toda la realidad viva y compleja de las familias.
Queremos presentarles las palabras de Cristo: “Yo estoy
ante la puerta y llamo, Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y
cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Como lo hacía durante sus recorridos
por los caminos de la Tierra Santa, entrando en las casas de los pueblos, Jesús
sigue pasando hoy por las calles de nuestras ciudades.
En sus casas se viven a menudo luces y sombras, desafíos
emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La oscuridad se vuelve más
densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se insinúan el mal y el pecado en
el corazón mismo de la familia.
Ante todo, está el desafío de la fidelidad en el amor
conyugal. La vida familiar suele estar marcada por el debilitamiento de la fe y
de los valores, el individualismo, el empobrecimiento de las relaciones, el
stress de una ansiedad que descuida la reflexión serena. Se asiste así a no
pocas crisis matrimoniales, que se afrontan de un modo superficial y sin la
valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la
reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas
relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando
situaciones familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana.
Entre tantos desafíos queremos evocar el cansancio de la
propia existencia. Pensamos en el sufrimiento de un hijo con capacidades
especiales, en una enfermedad grave, en el deterioro neurológico de la vejez,
en la muerte de un ser querido. Es admirable la fidelidad generosa de tantas
familias que viven estas pruebas con fortaleza, fe y amor, considerándolas no
como algo que se les impone, sino como un don que reciben y entregan,
descubriendo a Cristo sufriente en esos cuerpos frágiles.
Pensamos en las dificultades económicas causadas por
sistemas perversos, originados “en el fetichismo del dinero y en la dictadura
de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (Evangelii
gaudium, 55), que humilla la dignidad de las personas.
Pensamos en el padre o en la madre sin trabajo,
impotentes frente a las necesidades aun primarias de su familia, o en los
jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así pueden ser presa de
la droga o de la criminalidad.
Pensamos también en la multitud de familias pobres, en
las que se aferran a una barca para poder sobrevivir, en las familias prófugas
que migran sin esperanza por los desiertos, en las que son perseguidas
simplemente por su fe o por sus valores espirituales y humanos, en las que son
golpeadas por la brutalidad de las guerras y de distintas opresiones.
Pensamos también en las mujeres que sufren violencia, y
son sometidas al aprovechamiento, en la trata de personas, en los niños y jóvenes
víctimas de abusos también de parte de aquellos que debían cuidarlos y hacerlos
crecer en la confianza, y en los miembros de tantas familias humilladas y en
dificultad. Mientras tanto, “la cultura del bienestar nos anestesia y […] todas
estas vidas truncadas por la falta de posibilidades nos parecen un mero
espectáculo que de ninguna manera nos altera” (Evangelii gaudium, 54).
Reclamamos a los gobiernos y a las organizaciones internacionales que promuevan
los derechos de la familia para el bien común.
Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta
siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie. Agradecemos a los
pastores, a los fieles y a las comunidades dispuestos a acompañar y a hacerse
cargo de las heridas interiores y sociales de los matrimonios y de las
familias.
***
También está la luz que resplandece al atardecer detrás
de las ventanas en los hogares de las ciudades, en las modestas casas de las
periferias o en los pueblos, y aún en viviendas muy precarias. Brilla y
calienta cuerpos y almas. Esta luz, en el compromiso nupcial de los cónyuges,
se enciende con el encuentro: es un don, una gracia que se expresa –como dice
el Génesis (2, 18)– cuando los dos rostros están frente a frente, en una “ayuda
adecuada”, es decir semejante y recíproca. El amor del hombre y de la mujer nos
enseña que cada uno necesita al otro para llegar a ser él mismo, aunque se
mantiene distinto del otro en su identidad, que se abre y se revela en el mutuo
don. Es lo que expresa de manera sugerente la mujer del Cantar de los Cantares:
“Mi amado es mío y yo soy suya… Yo soy de mi amado y él es mío” (Ct 2, 17; 6,
3).
El itinerario, para que este encuentro sea auténtico,
comienza en el noviazgo, tiempo de la espera y de la preparación. Se realiza en
plenitud en el sacramento del matrimonio, donde Dios pone su sello, su
presencia y su gracia. Este camino conoce también la sexualidad, la ternura y
la belleza, que perduran aún más allá del vigor y de la frescura juvenil. El
amor tiende por su propia naturaleza a ser para siempre, hasta dar la vida por
la persona amada (cf. Jn 15, 13). Bajo esta luz, el amor conyugal, único e
indisoluble, persiste a pesar de las múltiples dificultades del límite humano,
y es uno de los milagros más bellos, aunque también es el más común.
Este amor se difunde naturalmente a través de la
fecundidad y la generatividad, que no es sólo la procreación, sino también el
don de la vida divina en el bautismo, la educación y la catequesis de los
hijos. Es también capacidad de ofrecer vida, afecto, valores, una experiencia
posible también para quienes no pueden tener hijos. Las familias que viven esta
aventura luminosa se convierten en un testimonio para todos, en particular para
los jóvenes.
Durante este camino, que a veces es un sendero de
montaña, con cansancios y caídas, siempre está la presencia y la compañía de
Dios. La familia lo experimenta en el afecto y en el diálogo entre marido y
mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas.
Además lo vive cuando se reúne para escuchar la Palabra
de Dios y para orar juntos, en un pequeño oasis del espíritu que se puede crear
por un momento cada día. También está el empeño cotidiano de la educación en la
fe y en la vida buena y bella del Evangelio, en la santidad.
Esta misión es frecuentemente compartida y ejercitada por
los abuelos y las abuelas con gran afecto y dedicación. Así la familia se
presenta como una auténtica Iglesia doméstica, que se amplía a esa familia de
familias que es la comunidad eclesial. Por otra parte, los cónyuges cristianos
son llamados a convertirse en maestros de la fe y del amor para los matrimonios
jóvenes.
Hay otra expresión de la comunión fraterna, y es la de la
caridad, la entrega, la cercanía a los últimos, a los marginados, a los pobres,
a las personas solas, enfermas, extrajeras, a las familias en crisis,
conscientes de las palabras del Señor: “Hay más alegría en dar que en recibir”
(Hch 20, 35). Es una entrega de bienes, de compañía, de amor y de misericordia,
y también un testimonio de verdad, de luz, de sentido de la vida.
La cima que recoge y unifica todos los hilos de la
comunión con Dios y con el prójimo es la Eucaristía dominical, cuando con toda
la Iglesia la familia se sienta a la mesa con el Señor. Él se entrega a todos
nosotros, peregrinos en la historia hacia la meta del encuentro último, cuando
Cristo “será todo en todos” (Col 3, 11). Por eso, en la primera etapa de
nuestro camino sinodal, hemos reflexionado sobre el acompañamiento pastoral y
sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados en nueva unión.
Nosotros, los Padres Sinodales, pedimos que caminen con
nosotros hacia el próximo Sínodo. Entre
ustedes late la presencia de la familia de Jesús, María y José en su modesta
casa. También nosotros, uniéndonos a la familia de Nazaret, elevamos al Padre
de todos nuestra invocación por las familias de la tierra:
Padre, regala a todas las familias la presencia de
esposos fuertes y sabios, que sean manantial de una familia libre y unida.
Padre, da a los padres una casa para vivir en paz con su
familia.
Padre, concede a los hijos que sean signos de confianza y
de esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable y fiel.
Padre, ayuda a todos a poder ganar el pan con sus propias
manos, a gustar la serenidad del espíritu y a mantener viva la llama de la fe
también en tiempos de oscuridad.
Padre, danos la alegría de ver florecer una Iglesia cada
vez más fiel y creíble, una ciudad justa y humana, un mundo que ame la verdad,
la justicia y la misericordia.
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