En estos primeros meses de servicio pastoral, el papa
Francisco nos ha comprometido en forma reiterada a trabajar por una cultura del
encuentro. Con palabras simples, como cuando pregunta si miramos a los ojos al
hermano más pobre, o en multitudinarios encuentros, ha remarcado esta necesidad
de renovar los vínculos, de promover la reciprocidad del amor.
En su viaje a Brasil, nos explicaba que hay que promover
una cultura del encuentro porque “en
muchos ambientes, y en general en este humanismo economicista que se nos
impuso, en el mundo se ha abierto paso una cultura de la exclusión, una cultura
del descarte”. No hay lugar para el anciano ni para el hijo no deseado; no
hay tiempo para detenerse con aquel pobre en la calle. A veces parece que, para
algunos, las relaciones humanas están reguladas por dos “dogmas”: eficiencia y
pragmatismo.
“La solidaridad es
–nos decía– una palabra que la están
escondiendo en esta cultura, casi una mala palabra. La solidaridad y la fraternidad
son elementos que hacen a nuestra civilización verdaderamente humana...”
El Papa nos llama a ser servidores de la comunión y de la
cultura del encuentro. Y hacerlo sin ser “presuntuosos” imponiendo nuestra
verdad, más bien guiados por la certeza humilde y feliz de quien ha sido
encontrado, alcanzado y transformado por la verdad que es Cristo, y no puede
dejar de proclamarla.
Entre nosotros, unos 25 años atrás, frente al cambio
cultural y la emergencia educativa, se hablaba de la necesidad de una pedagogía
del encuentro que, superando tanto el autoritarismo como el libertinaje o la
anarquía, pudiera guiar a las nuevas generaciones a una auténtica libertad.
En la antigua Grecia, el pedagogo era el esclavo que
conducía al niño al encuentro del maestro. Más adelante, cuando la primera
evangelización se encontró con el desafío de anunciar la buena noticia de
Jesucristo en una nueva cultura, Clemente de Alejandría, nacido a mediados del
siglo II, escribió una obra llamada El
pedagogo. Para él, es Jesús quien nos toma de la mano y nos conduce, quien
nos enseña un modo de vivir empapado por el amor.
Muchos santos, transparentando ese amor de Cristo, han
sido pedagogos de su tiempo y han dejado un camino marcado para hacer la
síntesis de la fe y la vida. Así, en la historia podemos encontrar desde la
pedagogía de san Benito, marcada por la oración y el trabajo en el silencio de
la escucha de la palabra y la alabanza litúrgica, hasta la pedagogía de
Francisco de Asís para la vida pobre, alegre y mendicante. Desde la pedagogía
de Don Bosco, con su método preventivo para la niñez, hasta la pedagogía de los
ejercicios espirituales de San Ignacio, propuesta por José Gabriel Brochero
para que los serranos descubrieran y renovaran su dignidad de hijos de Dios.
Se ha dicho mucho, evocando a Pablo VI, acerca de que “el hombre contemporáneo escucha más a gusto
a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque
son testigos”. Pero también habría que decir que el nuevo milenio necesita
pedagogos del encuentro, pedagogos de la paz y la dignidad humana, pedagogos,
estadistas, que nos ayuden a caminar hacia la justicia y la libertad, con una
honesta y equitativa distribución de la riqueza para una vida plena.
Una pedagogía del encuentro y de la paz pide una rica
vida interior, claros y válidos referentes morales, actitudes y estilos de vida
apropiados. Una pedagogía del encuentro pide reconocer que Dios nos interpela
en el rostro del hermano y que su llamada espera una respuesta de amor. Necesitamos
santos, necesitamos pedagogos.
Presbítero Pedro Torres
Sacerdote católico, miembro
del Comipaz.
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