En aquel tiempo, Jesús atravesaba ciudades y pueblos
enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Uno le dijo: «Señor, ¿son pocos
los que se salvan?». Él les dijo: «Luchad por entrar por la puerta estrecha,
porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. Cuando el dueño de la
casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a
la puerta, diciendo: ‘¡Señor, ábrenos!’. Y os responderá: ‘No sé de dónde
sois’. Entonces empezaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y has
enseñado en nuestras plazas’; y os volverá a decir: ‘No sé de dónde sois.
¡Retiraos de mí, todos los agentes de injusticia!’. Allí será el llanto y el
rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, Isaac y Jacob y a todos los
profetas en el Reino de Dios, mientras a vosotros os echan fuera. Y vendrán de
oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de
Dios. Y hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos».
(Lc 13,22-30)
Comentario
Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación
de las almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la
Iglesia” (así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho
Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios, pero
para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la muerte es tan solo una
posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta
del amor de Dios por toda la eternidad.
Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el
hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay
dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido.
Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos
de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva
la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con
amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de
voluntad de retorno.
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Cristo
no responde a la interpelación. Quedó entonces la pregunta sin respuesta, y
también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre la santidad de Dios y la
conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición
oportuna del cristiano» (Juan Pablo II). La Iglesia no se pronuncia sobre
quienes habitan el infierno, pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí
que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá condenados en el juicio
final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o laico, incurre sin más
preámbulos en herejía.
Somos libres para tornar la mirada del alma al Salvador,
y somos también libres para obstinarnos en su rechazo. La muerte petrificará
esa opción por toda la eternidad...
Rev. D. Pedro IGLESIAS Martínez (Rubí, Barcelona,
España)
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