Entró de nuevo Jesús en Cafarnaúm; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y Él les anunciaba la Palabra. Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde Él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: «¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?».
Pero, al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate, toma tu camilla y anda?’. Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados —dice al paralítico—: ‘A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’». Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: «Jamás vimos cosa parecida».
(Mc 2,1-12)
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