La imagen de hoy de una manzana espejándose a sí misma de una manera distinta, nos ayudará a reflexionar sobre nuestra oración.
Cuando vemos la imagen del espejo, decimos “es falsa, no es la misma manzana”. La realidad está del lado de la manzana con las partes comidas y su imagen espejada debiera, para ser verdadera, reflejar lo mismo.
Pero, ¿qué sucede si pensamos que la imagen que refleja el espejo es la que guarda su realidad primera, su primer espejarse, su primera imagen? Diríamos: “es la misma manzana”.
En la oración, nuestra vida se espeja en el amor que Dios es, del cual fuimos hechos imagen y semejanza. Ese que hoy soy con el paso del tiempo, con los deterioros o desgastes propios de la vida, con las partes que entregué, o me quitaron, se espeja en el amor de Dios que refleja su sueño primero, su eterno proyecto de amor para mí. En él, el comienzo y el final se enriquecen mutuamente. La vida que recibí a los comienzos habla de la Promesa de vida que recibiré al final.
Este modo de espejarse no es para deprimirnos o desanimarnos por lo que hoy somos, sino para tomar fuerzas de lo que fuimos y seremos. Dios no nos muestra su amor para decirnos: “Mirá lo que no sos”, sino para encender nuestro deseo: “Mirá que el camino para recibir lo que esperás, es dar lo que, sin esperar, recibiste. No te mires tanto a vos mismo, mirá lo que te llamo a vivir y compartir”.
Algo parecido ocurrirá el día que seamos llamados ante Dios: cuando quedemos ante su amor, se espejará hasta dónde nuestra vida entregó su amor movida por la esperanza del amor que quería compartir para siempre, o hasta dónde se guardó a sí misma sin siquiera darse.
Javier Albisu sj
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