A partir del famoso cuadro “el grito” podemos reflexionar sobre lo que escuchamos cuando nos disponemos al silencio de la oración.
En el cuadro aparecen, en el fondo, dos personas que caminan dialogando, mientras que la figura principal pareciera estar detenida en la angustia de callar lo que escucha estando solo.
En el ámbito de la oración, la voz de Dios se escucha como diálogo en el caminar de la vida. Dios, dialoga con nuestra libertad, con nuestra historia, con nuestros límites, con nuestros deseos, con nuestras pasiones, con nuestras esperanzas. Ofrece su proyecto y al mismo tiempo, escucha a aquel que se lo ofrece, lo que tiene a su vez para decir.
Y si no hay ganas de dialogar, sabe esperar y despertar el deseo del diálogo (Jn 4,1-42). Así lo hizo a lo largo de la historia con aquellos que participaron con él de su proyecto; entre ellos, María, por ejemplo (Lc 1,26-38), y hasta su propio Hijo (en un diálogo eterno el Padre se pregunta: “¿A quién enviaré?” (Is 6,8) y el Hijo responde: “Padre, aquí estoy para hacer el Proyecto” (Sal 39). Por lo cual, como vemos, nos hace bien abrir cada una de nuestras realidades al diálogo con Dios.
La voz del que tienta, en cambio, se escucha como una voz que no dialoga, sino provoca, seduce, asusta, a partir de un discurso único sobre un proyecto que se impone o se hace creer que es el que nos queda (como buen vendedor de tienda).
Para desenmascararlo y acallarlo, hay que poner a prueba su respeto y capacidad de diálogo, y si escucharlo nos paraliza o nos permite seguir caminando.
Otra señal es que su tono es de grito. Quien dialoga no grita, porque no viene a imponer nada. Si grita, es para que la voz de Dios, que sí quiere dialogar, no se pueda escuchar.
Javier Albisu sj
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