Su nacimiento tuvo lugar cerca de Barcelona. Pronto aprendió de su padre el oficio de tejedor y más tarde el de tipógrafo. Fu en este trabajo en donde encontró su vocación para la vida religiosa.
Vio en ella un medio excepcional para transmitir la Palabra de Dios. A los 22 años comenzó sus estudios en el seminario de Vich. Una vez que se ordenó de sacerdote, comenzó una labor ingente predicando por toda Cataluña con el santo rosario en la mano.
Al mismo tiempo no cesaba de repartir entre la gente folletos edificantes que él mismo había impreso.
Este mundo era, sin embargo, muy pequeño para sus grandes aspiraciones. Inspirado por Dios, fundó en 1849 una nueva Congregación con una finalidad netamente misionera. Se llamaba y se llama “Los hijos de María Inmaculada” y más popularmente se les conoce con el nombre de claretianos.
Cuando todo le sonreía y estaba feliz con su nueva obra en la Iglesia, el Papa lo nombró arzobispo de Santiago de Cuba. Era el año 1850.
En Cuba le dio rienda suelta a su afán apostólico. Continuó predicando e imprimiendo libritos y más libritos e imágenes para el bien de la gente, y sobre todo se inclinó por la salvación de los esclavos.
Para ello tuvo que vérselas con los grandes propietarios y el abuso que cometían contra los pobres. Los enemigos le salían por los cuatro costados de la ciudad.
De hecho, en quince tentativas de asesinato salió ileso. Dios protege a quienes ama.
Entretanto, la reina Isabel lo llamó para que volviera a España. Y lo nombró su consejero y su confesor. Los tiempos no eran buenos. En 1868 estalló la revolución. Él siguió a la reina adondequiera que fuera. Ella tuvo que buscar refugio en París. Sus mismos hijos tienen que irse. Dios les abrió camino en Francia.
Participó en el Concilio Vaticano I. A su vuelta, murió en un monasterio de francés.
¡Feliz día a quienes lleven este nombre y a los Claretianos y Claretianas!
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