En la audiencia general
de este 7 de marzo, el Santo Padre prosiguió con su ciclo de catequesis sobre
la misa, en esta ocasión se refirió a la Plegaria Eucarística.
Esta
fue su catequesis:
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
Continuamos la
catequesis sobre la santa misa y con esta catequesis nos centramos en la
Plegaria Eucarística. Cuando finaliza el rito de la presentación del pan y del
vino comienza la Plegaria Eucarística que califica la celebración de la Misa y
constituye su momento central, ordenado a la santa Comunión. Corresponde a lo
que hizo el mismo Jesús en la mesa con los apóstoles en la Última Cena, cuando
“dio gracias” sobre el pan y luego sobre la copa de vino (cf. Mt 26,27; Mc
14:23; Lc 22,17.19; 1 Cor 11,24): su acción de gracias revive en cada Eucaristía
nuestra, asociándonos con su sacrificio de salvación.
Y en esta solemne
plegaria – la plegaria eucarística es solemne – la Iglesia expresa lo que
cumple cuándo celebra la Eucaristía y el motivo por el que la celebra, es decir
hacer comunión con Cristo realmente presente en el pan y en el vino
consagrados. Después de invitar al pueblo a elevar sus corazones al Señor y a
darle gracias, el sacerdote pronuncia la
Plegaria en voz alta, en nombre de todos los presentes, dirigiéndose al Padre a
través de Jesucristo en el Espíritu Santo. “El sentido de esta oración es que
toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la confesión de las
maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio”. (Instrucción General del Misal
Romano, 78). Y para unirse debe comprenderlo. Por esta razón, la Iglesia ha
querido celebrar la misa en la lengua que la gente entiende, para que todos
puedan unirse a esta alabanza y a esta gran plegaria con el sacerdote. En verdad, “el sacrificio
de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio” (Catecismo
de la Iglesia Católica, 1367).
En el Misal hay
varias fórmulas de Plegaria Eucarística, todas constituidas por elementos
característicos, que quisiera ahora recordar (ver IGMR, 79; CCC, 1352-1354).
Todas son hermosas. Ante todo está el Prefacio, que es una acción de gracias
por los dones de Dios, especialmente por haber enviado a su Hijo como Salvador. El Prefacio termina
con la aclamación del “Santo”, normalmente cantado. Es hermoso cantar el
“Santo”: “Santo, Santo, Santo es el Señor”. Es bonito cantarlo. Toda la
asamblea une su propia voz con la de los ángeles y los santos para alabar y
glorificar a Dios.
Luego está la
invocación del Espíritu, para que con su potencia consagre el pan y el vino.
Invocamos al Espíritu para que venga y en el pan y en el vino esté Jesús. La
acción del Espíritu Santo y la eficacia de las mismas palabras de Cristo
pronunciadas por el sacerdote, hacen realmente presente, bajo las especies del
pan y del vino, su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz una
vez por todas (Cf. CCC, 1375). Jesús fue muy claro en esto. Hemos escuchado
cómo San Pablo al principio dice las palabras de Jesús: “Este es mi cuerpo,
esta es mi sangre”. “Esta es mi sangre, este es mi cuerpo”. Es el mismo Jesús
quien dijo esto. No debemos pensar cosas raras: “Pero, ¿cómo algo que es …?”.
Es el cuerpo de Jesús: ¡Ya está!. La fe: la fe viene en nuestra ayuda; con un
acto de fe creemos que es el cuerpo y la sangre de Jesús. Es el “misterio de la
fe”, como decimos después de la consagración. El sacerdote dice: “Misterio de
la fe” y respondemos con una aclamación. Celebrando el memorial de la muerte y
resurrección del Señor, a la espera de su retorno glorioso, la Iglesia ofrece
al Padre el sacrificio que reconcilia el cielo y la tierra: ofrece el
sacrificio pascual de Cristo, ofreciéndose con Él y pidiendo, a través del
Espíritu Santo, que nos convirtamos “en Cristo en un solo cuerpo y un sólo
espíritu” (Pleg. Euc. III, véase
Sacrosanctum Concilium, 48, OGMR, 79f). La Iglesia quiere unirnos a Cristo y
convertirnos con el Señor en un solo
cuerpo y un solo espíritu. Esta es la gracia y el fruto de la Comunión
sacramental: nos nutrimos con el Cuerpo de Cristo para convertirnos, nosotros
que lo comemos, en su Cuerpo viviente hoy en el mundo.
Misterio de comunión
es éste; la Iglesia se une a la ofrenda
de Cristo, y a su intercesión, y así se entiende que, “en las catacumbas, la
Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos
extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la
cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los
hombres. “(CCC, 1368). La Iglesia que reza, que ora. Es bueno pensar que la
Iglesia reza, ora. Hay un pasaje en el Libro de los Hechos de los Apóstoles que
dice que cuando Pedro estaba en prisión, la comunidad cristiana: “Oraba
incesantemente por él”. La Iglesia que reza, la Iglesia orante. Y cuando vamos
a Misa es para hacer esto: ser una Iglesia orante.
La Plegaria Eucarística pide a Dios que reúna a todos sus hijos en la perfección del amor
en unión con el Papa y el obispo, mencionados por su nombre, una señal de que
celebramos en comunión con la Iglesia universal y con la Iglesia particular. La
súplica, como la ofrenda, se presenta a Dios por todos los miembros de la
Iglesia, vivos y muertos, en la bendita esperanza de compartir la herencia
eterna del cielo, con la Virgen María (cf CCC, 1369-1371). Ninguno y nada son
olvidados en la Plegaria Eucarística, sino que todo se reconduce a Dios, como
lo recuerda la doxología que la concluye. Ninguno es olvidado. Y si tengo
alguna persona, parientes, amigos, que están necesitados o que han pasado de
este mundo al otro, puedo nombrarlos en ese momento, interna y silenciosamente,
o escribir para que se pronuncie su nombre. “Padre, ¿cuánto tengo que pagar
para que digan ese nombre allí?” – “Nada”. ¿Lo habéis entendido? ¡Nada! La misa
no se paga. La misa es el sacrificio de Cristo, que es gratuito. La redención
es gratuita. Si quieres hacer una oferta, hazla, pero no se paga. Es importante
entender esto.
Esta fórmula
codificada de oración, tal vez nos suene algo lejana, -es verdad, es una
fórmula antigua-, pero, si entendemos bien su significado, entonces seguramente
participaremos mejor. De hecho, expresa todo lo que cumplimos en la celebración
eucarística; y también nos enseña a cultivar tres actitudes que no tendrían que
faltar nunca en los discípulos de Jesús. Las tres actitudes: la primera,
aprender a “dar gracias siempre y en todo lugar “, y no sólo en algunas
ocasiones, cuando todo va bien; la segunda, hacer de nuestra vida un don de
amor, libre y gratuito; la tercera, construir la comunión concreta, en la Iglesia y con todos.
Por lo tanto, esta Plegaria central de
la Misa nos educa, poco a poco, para hacer de toda nuestra vida una
“Eucaristía”, es decir, una acción de gracias.
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